Blanche Petrich
La Jornada Maya

Donde ocurrió la historia de verdad
Las lecciones de Eduardo Galeano

Aprendimos de las lecturas de Eduardo Galeano cómo ser latinoamericanos, cómo mirar a nuestros iguales con ojos sorprendidos, cómo escuchar sus voces, las que vienen de abajo. Aprendimos también el valor de la memoria.

Y la tragedia que significa no tener memoria.

La semana pasada estuve en Panamá. Había un gran encuentro de presidentes del continente, la Cumbre de las Américas. No fue una “cumbre” como tantas otras, con muchos discursos y poco más, porque esta vez ocurrió algo que en medio siglo no había sido posible. Un presidente de Estados Unidos y uno de Cuba –Barack Obama y Raúl Castro Ruz—se sentaron uno frente al otro a hablar y a escucharse. Estados Unidos, que durante 56 años le hizo la guerra a la revolución cubana, resolvió que ahora, al fin, puede pasar página a la larga historia de hostilidades, porque todos los esfuerzos en los que se empeñaron 10 presidentes de EU, antecesores del actual mandatario, de nada sirvieron. “No tengo interés de continuar librando batallas que empezaron mucho antes de que yo naciera”, dijo Obama, de 53 años a su interlocutor, de 83. Y decidió que ahora sí es tiempo de emprender una era de “relaciones normales y civilizadas” con el viejo rival.

Castro y Obama le pintaron una rayita a la historia de América.

Como sucede en todo gran evento, hubo fotos, discursos y una gran atención mediática. Al final, uno a uno los aviones de los 32 jefes de Estado fueron despegando de los aeropuertos y en la ciudad del Canal de Panamá la vida siguió su curso cotidiano; con unos panameños, los de las clases sociales superiores, subiendo y bajando por los elevadores de los rascacielos y otros, los trabajadores, abriéndose paso en sus barriadas pobres, con mucho esfuerzo, como los millones de invisibles del subdesarrollo, una condición que existe aunque la palabra esté en desuso.





Donde ocurrió la historia de verdad

Como siempre, la mirada de los que hacen la historia oficial pasó de largo de aquellos lugares donde ocurrió la historia de verdad.

Y por esos hábitos que muchos de mi generación adquirimos leyendo a Galeano, eso de buscar las pequeñas cosas con las que se va construyendo nuestra memoria colectiva, el domingo muy temprano tomé un taxi y le pedí al conductor que me llevara a El Chorrillo, un barrio populoso y bullanguero situado entre el casco viejo de la ciudad y lo que hasta el año 2000 fue la llamada “Zona del Canal”, una gran extensión que fue, en los años del dominio estadunidense sobre el Canal de Panamá, un enclave colonial dentro de una república supuestamente independiente. Los norteamericanos que vivían dentro de ese perímetro blindado y prohibido para los locales comunes y corrientes tenían su moneda, sus jueces, sus leyes, sus escuelas, sus hospitales, sus casas con piscina, su propio gobierno. Y muchos sirvientes panameños, por supuesto.

El taxista me miró confundido. “¿Al Chorrillo? ¿Está segura?”. Luego se entusiasmó y resultó ser un gran guía para la travesía por un capítulo negro de la historia de su país.

Antes de 1989, El Chorrillo era un conjunto de vecindades, muchas ellas de madera, construidas a principios del siglo 20; barrio de pescadores, primero; después de obreros, albañiles, estibadores, muchos ellos inmigrantes de las Antillas, que trabajaron en la construcción del Canal. Población negra, aguerrida.

Nos fuimos directo al monumento que honra la memoria de los miles --¿3 mil? ¿12 mil?—de chorrilleros que murieron calcinados en la víspera de la Navidad de 1989, cuando la Fuerza Aérea de Estados Unidos bombardeó intensamente ese sitio.

Imaginaba que un memorial de esta naturaleza estaría a la altura de la tragedia de lo que sucedió ahí. Al llegar se me cayó el corazón al piso. El monumento es apenas una escultura de granito, de dimensiones medianas, con la bandera panameña a lo alto y un pequeño monolito de cemento con un recordatorio modesto: “Recuerdo a los caídos del 20 de dic 1989. Coordinadora Barrio mártir Chorrillo”. Todo ello en el centro de un espacio baldío, cubierto de pasto reseco, punto de encuentro de perros callejeros.

El monumento no es iniciativa de algún gobierno sino de los propios chorrilleros, los sobrevivientes que pasaron la Navidad de 1989 recogiendo cadáveres entre los escombros.

Los mandatarios que se han sucedido en la presidencia de Panamá apuestan al olvido. Y Washington, por supuesto, niega lo ocurrido. No ha llegado el momento en el que se le confronte con la verdad y que al menos pida perdón por una de las peores atrocidades cometidas por sus soldados en el continente.

Aquí mismo

El Chorrillo apenas se desperezaba en la mañana dominguera. Un hombre pasaba por ahí rumbo a la panadería. Se detuvo a platicar. Me cuenta que en ese baldío, “aquí mismo donde estamos parados”, había muchas casas de madera que se quemaron hasta los cimientos con todo y habitantes. Y las casas de enfrente. Y las de atrás. Y más allá. El barrio entero fue incendiado por unas bombas teledirigidas que Estados Unidos experimentaba por primera vez en un ataque real, lanzadas por cazabombarderos también experimentales, los famosos Stealth F 117 y B-2, indetectables por los radares. Un año después, esta aviación y esas armas destructivas de tecnología punta harían su aparición oficial en la Guerra del Golfo entre Iraq y Kuwait.

El blanco de los bombarderos estadunidenses era el cuartel de la policía de El Chorrillo. Cientos de uniformados sin armamento de guerra fueron ultimados. Sus cuerpos presentaban balas en la espalda. Lo demás, el resto del barrio, fue “una baja colateral” multitudinaria. Nunca se contaron los muertos. Los marines los hicieron desaparecer, bien en fosas comunes, incinerándolos en enormes piras en la plaza, arrojándolos al mar o llevándolos en vuelos militares a la base del Pentágono en Comayagua, Honduras. Después de la invasión fueron detectadas al menos 15 tumbas masivas. Todos los cuerpos rescatados fueron enterrados como “anónimos”.

“Nos atacaron porque querían acabar con el cuartel de la policía de Noriega, sus Batallones de la Dignidad. Pero ellos fueron unos cobardes. Los únicos que hicieron frente a los marines fueron los del ejército, la infantería Macho de monte, la tropa de elite que formó el ex presidente Omar Torrijos. Mi hermano era uno de ellos. Muchos de los que aquí vivimos sabemos bien quienes nos defendieron y quienes nos dejaron morir solos”.

Muchos familiares de las tropas macho de monte siguen viviendo en El Chorrillo, en edificios multifamiliares que proliferan donde antes hubo vecindades de madera.





Resulta que en 1989 el presidente de Panamá era un militar que había sido agente de la CIA y amigo del presidente estadunidense George Bush padre. Pero Bush padre se había hartado de su general Manuel Antonio Noriega, metido hasta las orejas en el negocio de las drogas, y quería deshacerse de él. Entonces mandó 26 mil marines de la 82 división aerotransportada de la nación más poderosa del mundo a invadir el país y capturar al renegado general.

El 20 de diciembre fue el desembarco. Por toda la ciudad cayeron paracaídas con marines. El golpe más cruel se produjo en El Chorrillo. El sismógrafo de la Universidad de Panamá registró en las primeras 13 horas la vibración de 422 bombas al impactarse contra los edificios. Tanta sacudida averió el sismógrafo. El ataque continuó.

“Este edificio que usted ve ahí –señala el hombre que salió por el pan—es el único que quedó de pie. Ahí vivo yo. Este otro –frente al monumento—se quemó todito”.

Ese otro fue una vecindad con historia. Le llamaban La Casa de Piedra. Y ahí nació el mayor deportista que ha tenido Panamá en su historia, el boxeador Roberto Mano de Piedra Durán (por cierto, hijo de un cocinero de barco de origen mexicano).

Los vecinos del inmueble sí tienen memoria. Uno de ellos improvisa en un costado su propio periódico mural con recortes de revistas viejas que recuerdan cómo era el edificio antes de la invasión; fotografías de Mano de Piedra posando frente a la vecindad al lado de su prodigioso Rolls Royce; añosos reportajes sobre los Tratados Torrijos-Carter que acordaron en 1977 que apenas entrara el siglo 21, Estados Unidos devolvería a Panamá su soberanía sobre el canal. Y otra hoja de periódico que se desintegra inexorablemente en la intemperie, aferrada con un masquinteip a la pared que la alberga y que proclama: “25 años de la invasión: atreverse a recordar”.

Porque fuera de los habitantes de El Chorrillo, en Panamá y el resto de América, nadie se atreve todavía.


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