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La Jornada Maya
Daniela Gamboa González
Ilustración Arbee Farid Antonio Chi

12 de noviembre, 2015

as redes sociales se han convertido en una extensión de nosotros mismos. Pasamos casi todo el tiempo conectados a ellas, a través del teléfono celular, aparato que ya es una prolongación de nuestro cerebro, un apéndice de nuestras manos y de nuestros dedos.

¿En qué momento se metió el WhatsApp a nuestras vidas, en qué momento se volvió en algo tan imprescindible? Hace tres años aún no teníamos esta aplicación. Los chats se limitaban al Messenger y al Facebook, principalmente. El único teléfono que tenía chat era el llamado BlackBerry, cuya traducción es fresa negra, nombre que alude al grillete en forma de esfera colocado con una cadena en el pie de los esclavos. Las empresas amarraban de este modo a sus empleados para controlar su movilidad, pero también para señalar su condición.

El WhatsApp es, sin lugar a dudas, la aplicación de mensajería más famosa con 900 millones de usuarios –número que va en aumento. Un dato curioso es que el funcionamiento de esta aplicación requiere sólo de 52 empleados; a nivel de eficiencia en materia de comunicación, el impacto es bárbaro.

Antes, a los amigos, al novio, a la familia se le enviaba un SMS para avisar, por ejemplo, que se llegó a tiempo a algún lugar. Al novio se le escribía un ¡Te amo, besos!, desde cualquier sitio; las madres amenazaban a través del celular, pero ellas no podían saber si se leyó el mensaje, si llegó o no. Todavía se podía fingir demencia o utilizar como excusa que el mensaje no había aparecido.

La empresa creadora de la aplicación WhatsApp fue fundada en 2009, por Jan Koum, de origen ucraniano, quien llegó a EUA hablando muy poco inglés. Tuvieron que pasar dos años para su auge mundial y convertirse en una adicción general. No es tan difícil imaginar la rutina actual de todos nosotros, desde que amanece hasta que anochece. Podríamos reproducir un relato de ficción: abres lo ojos y antes que todo, incluso de ir al baño, lo primero que haces es apretar el botoncito mágico que enciende tu celular, revisas si tienes algún mensaje whatsappero. Vas al baño y te llevas tu celular –nueva literatura de baño–, revisas tus mensajitos del día anterior con la novia, el novio, el amante o con tu madre diciendo “hijita hace mil años que no te veo, comunícate de favor”, etc.

Pero esta forma de comunicación tiene sus pros y su contras; basta citar algunas de sus peculiaridades que son a un tiempo graciosas y problemáticas. Las famosas palomitas azules que podrían provocar la tercera guerra mundial –como dice Galatzia, la famosa bloguera de Youtube. Estamos obligados a contestar, aunque no querramos; esas palomitas provocan una especie de sicosis en el usuario que desemboca en elucubraciones del tipo “¿Qué le pasa a Lupita? ¡No sé!”, “No me contesta el WhatsApp, de seguro ya no le gusto”, “¡Es una maldita; es más, seguro jamás le gusté!” y el pobre infeliz no para toda la tarde de pensar qué fue lo que hizo mal con Lupita, porque ella ya vio el mensaje y no le contesta.

Digamos que el modelo de panóptico Foucaultiano, (cuyos tres elementos son la vigilancia, el control y la corrección) y la crítica que hace de la sociedad, continúa siendo de lo más aplicable a nuestro modus vivendi “moderno”.

Dentro de los grupos whatsapperos de familia, de amigos de la secundaria, de la prepa y la universidad no falta el que se equivoca de ventana y suelta alguna subjetividad en el grupo o chat equivocado. Porque con tantas pláticas a la vez ya no sabes ni con quién te encuentras hablando. Te lo pasas distraído y con muy baja concentración esperando a ver en qué momento se encenderá la lucecita del teléfono indicando que tienes un mensaje.

Entre los más peculiares están los grupos de hombres futboleros que, además, parecen pubertos adolescentes subiendo fotos de mujeres (en ocasiones conocidas de ellos) y videos sexuales explícitos. Los grupos de esos machocaones se distinguen por la prevalencia del instinto.

Estar en un grupo de WhatsApp de puras mujeres también es peculiar. Los de mamás de conocidas escuelas caras, se convierten en verdaderos campos minados. Puedes ver la hipocresía en su máxima expresión, quemones, chismes y alianzas, cuyo único objetivo es excluir a ésta y aquella. Un verdadero destazadero.

Ya para cerrar sólo hay que pensar en esas millones de vidas –entre las cuales se encuentra la propia– que están siendo atrapadas por el nuevo grillete que representa el WhatsApp, por ese nuevo panóptico que nos hace sentir vigilados gran parte del tiempo y nos está convirtiendo, de cierta manera, en neo-esclavos.

La vida sigue transcurriendo con o sin él, con esa valiosísima herramienta de comunicación o sin ella. El usuario debe encontrarse con los ojos bien abiertos y cuidar los límites de su propia libertad.


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