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Foto y texto: Daniel Sandoval y Gloria Serrano
La Jornada Maya

23 de diciembre, 2015

Caminaron por la mañana y por la tarde, silenciosas. Así, juntas, eran como un gigante taciturno vestido de blanco. Caminaron por El Ceibo, por Tenosique, por Villahermosa y por Huemanguillo en Tabasco. Caminaron por Palenque en Chiapas y por Coatzacolacos, Córdoba y Amatlán de los Reyes en Veracruz. Caminaron por Puebla y por Apizaco en Tlaxcala. Su caminar y su tesón, más resistente que el acero, las llevó hasta el Distrito Federal. De ahí partieron rumbo a Ixtepec en Oaxaca y cruzaron Arriaga, Tapachula, Huixtla y Ciudad Hidalgo en Chiapas hasta llegar de nuevo a la frontera y, finalmente, de regreso a sus hogares. El Movimiento Migrante Mesoamericano coordinó la XI Caravana de Madres Centroamericanas, que del 30 de noviembre al 19 de diciembre, realizó un recorrido por diferentes estados del territorio nacional con la intención de encontrar a sus hijos, los más de 70 mil desaparecidos en su paso por México durante la última década.

La caravana concluyó, pero no su lucha. Estas madres caminan y viven sin poder entender. Y mientras caminan, nosotros ocasionalmente las vemos por televisión, o en los diarios, o en las redes sociales. Rehuimos a su existencia y nos distanciamos del hecho, pero eso poco importa cuando ellas tienen en los ojos un firme propósito: encontrar a los que faltan. Por eso acuden a albergues, a centros penitenciarios, a casas de migrantes. Por eso preguntan a los pobladores de cada lugar y rondan las periferias y se acercan a las vías del tren. Y atraviesan plazas y calles mostrando los rostros de los que faltan. Y escudriñan buscando pistas, indicios, el mínimo rastro de los suyos, sin percatarse de que son, en sí mismas, una prueba contundente de la grandeza -a veces inapreciable- que encierra el ser humano. Caminar es su virtud, su enseñanza, su discurso.

Su presencia en México llenó temporalmente el vacío que han dejado los que faltan y el de las autoridades mexicanas que se limitaron a emitir escuetos comunicados de prensa como pleonasmo de su habilidad casi innata de hacer imperceptible el dolor personal inmerso en la dificultad colectiva. Pero -de nuevo- eso poco importó cuando en cada ciudad que visitaron, estas madres dejaron una invitación y al tiempo que evidenciaron una realidad, crearon otra. Transformaron su angustia y desesperación en un diálogo superior porque saben que ellas y los que faltan, son mucho más que simples cuerpos en tránsito.

Caminaron con nostálgica memoria y con dignidad ascética. Se congregaron y los lugares por los que pasaron se convirtieron en un espacio de encuentro entre la sociedad y sus miembros más audaces: ellas. Sin embargo, en el trayecto hubo quienes desviaron los ojos de la crisis migratoria para fijarlos en la pena, quienes tan solo lamentaron “su situación” y se compadecieron porque no comprenden que la auténtica tragedia es la imposibilidad de la sociedad para ver su magnífica propuesta. Así redujeron a conmiseración la creciente fortaleza de los hombres y mujeres, de los ciudadanos que ya han decidido poner en común y comenzar a hablar de lo que pasa. Habría que aprender a interpretar los gestos, los símbolos. Dejarlos de ver como meros eventos de almanaque para comprender la naturaleza de esta caravana -reunión, peregrinar, viajar juntos- que no pidió nada y ofreció todo. Sentir lástima no ayuda a armar el rompecabezas. Observarlas como si se tratara de fantasmas tampoco porque su caminar no es aislado ni su obra irreductible. Sí, son biografías únicas, pero también una historia comunitaria en construcción y renovable. La transparencia frente a la oscuridad, la determinación desafiando al temor y la dirección al sinsentido.

En su artículo [i]La desconfianza social en América Latina[/i] (El Telégrafo, 06 de diciembre de 2015), el asesor de comunicación Antoni Gutiérrez-Rubí comparte los resultados en materia de confianza presentados en el mes de noviembre por Latinobarómetro. Se trata de un estudio que después de analizar el concepto en 18 países y su evolución en los últimos 20 años, concluye que “América Latina es la región más desconfiada del mundo”; es decir, que las madres centroamericanas, durante la caravana, y los migrantes, a diario, recorren una parte del planeta en la que “8 de cada 10 personas no confían en el otro”. Pero ellas, a pesar de sus antecedentes en tierras duras y de un presente tan abrupto como incierto, sí lo hicieron. Confiaron en la fortaleza que brinda ser parte de un grupo, confiaron en su capacidad de hacer de lo improbable algo probable y confiaron en su voluntad de edificar futuro.

Caminaron como sabuesos buscando a los que faltan. Paso a paso tropezaron con un nuevo aprendizaje y, en paralelo, revelaron las vidas opacadas por las extorsiones, la trata de personas, el narcotráfico y su guerra, e incluso la muerte. Y mientras prosiguen este su caminar, el gobierno se refiere a la persona migrante como “sujeto de derechos” y como “aliada estratégica para el desarrollo”. Y pone por escrito estas palabras en un documento que titula [i]México frente al fenómeno migratorio: una visión para el siglo XXI[/i]. Pero eso no basta porque, como explica Gutiérrez-Rubí, quienes representan a la ciudadanía no han sabido conservar y hacer crecer su “capital confianza” en el inadmisible olvido de que “las elecciones dan legalidad, no legitimidad. La legitimidad viene asociada a la confianza pública”. El contraste es más que procedente; ellas y su legítimo andar, representan el porcentaje de esperanza que le está faltando a México. En ello radica su belleza. Verlas, caminando, es un expresivo prontuario de lo que alguna vez puntualizó Octavio Paz: “hay poesía sin poemas; paisajes, personas y hechos suelen ser poéticos: son poesía sin ser poemas”.

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