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Carlos Martín Briceño
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

28 de enero, 2016

De nuevo voy hacia ellas; ya las puedo sentir: altas, arrogantes, se van alineando lentamente, como si se besaran; nada de encaramar bloques como ahora: crecieron piedra a piedra para ofrecer sus cornisas al sol; venciendo mi rígida educación, coloco las manos en forma de visera para acechar a gusto en la ventana de barrotes azules: la sala convida a deleitarse en sus mecedoras de cedro en forma de concha; empujo el postigo, cede el pasador —como siempre, no le han puesto llave…—; sentado, cierro los ojos para disfrutar mejor del vaivén mientras escucho que a lo lejos me gritan muchacho te vas a romper la cabeza con tanto zarandearte; entonces camino en silencio, hechizado por los caprichosos mosaicos españoles que subyugan mis pupilas; dicen que poniendo la barriga desnuda contra ellos su frialdad alivia de inmediato los cólicos; en la pared del fondo, me sorprende una galería de chiquillos y una fotografía grande de una pareja de novios cortando un pastel de tres pisos; llega de la cocina un inconfundible olor a plátanos fritos y a bisteces de vuelta y vuelta, que de seguro se servirán con frijoles colados y arroz blanco; tengo que apurarme, van a dar las doce y la familia se reunirá alrededor de la mesa; es demasiado tarde; me han visto; ahora intento explicar mi presencia, les digo que no resistí las ganas de mecerme en los sillones de madera, que la casa me invitó; una vieja se ríe de mi desesperación y me pide quédese a almorzar, debe tener hambre, por favor, ayúdeme con el refresco de naranjas agrias; menos mal, pienso, esta vez estoy de suerte; un anciano de pulcra guayabera, al que imagino su esposo, se sienta y dice qué bueno que vino, joven, hay suficiente, ella se ha lucido con el menú de hoy; comemos en silencio, muchas sonrisas de por medio y gatos insolentes que maúllan por un bocado; recién terminamos, el sopor del mediodía invita a la siesta; me cuelgan una hamaca que mira al patio interior; pareciera que las malangas, los helechos y las jardineras quisieran entrar a adormecerme; un rayo de sol, colándose por el tragaluz, baila con el polvo una danza policroma; en mi duermevela, sueño que llueve en el cuarto de baño, que de la amplia regadera renegrida de verdín cae un manantial de fragancias: jabón rosa, talco boratado, alhucema y romero; alguien me despierta, la tarde languidece y la anciana ha servido una mesa de fantasía: chocolate espumoso, café con leche, pan dulce —patas rellenas de queso holandés, trenzas, conchas y hojaldras—, galletas metafóricas —soles, aviones, animalitos—, además, ha bajado dos taúches del patio trasero y los ha mezclado con jugo de naranjas de china; el marido nos llama, está sacando los sillones a la puerta para llenarnos del fresco que la calle nos regala; el día está muriendo, la anciana me dice ya le puse su pabellón, joven, es que en la noche hay mucho mosco, va a dormir en el mismo cuarto, no se apene, estamos muy contentos con su presencia; intento levantarme para irme, he llegado demasiado lejos, la última vez me retiré a tiempo, se está tan a gusto; el viejo cabecea de cansancio, su esposa sigue hablando no sé qué cosas, los moscos comienzan a zumbarme los oídos, trato de explicarles que la pasé muy bien pero debo regresar, un gato se unta en mis piernas, tengo tanto sueño, la vieja me toma cariñosa del brazo y me ayuda a entrar de nuevo, me guía, me tiende en la hamaca, no debiera, se está tan a gusto…


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