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del

Nicolas Lizama
La Jornada Maya

Martes 28 de junio, 2016

Un servidor, al igual que usted seguramente, es esclavo del teléfono celular. Soy un adicto a ese aparatito que me sigue a donde vaya y que así como me ha traído satisfacciones inigualables, también me ha transmitido instantes aterradores que llevaré grabados para siempre en la memoria.
Me da pena confesarlo, pero debo decir que suelo llegar tarde a todo. A los grandes eventos, principalmente.

Me resistí a caer en las garras del teléfono celular, ese innovador aparato que surgió hace varios años. Soporté estoicamente todo tipo de presiones con éxito, hasta que un día, cuando vi que todo mundo hacía uso de uno de esos artefactos, llegué a la conclusión de que me estaba quedando desfasado. Y entonces decidí esclavizarme para siempre a uno de esos aparatos con los que uno se “casa” y pasa más tiempo que con su propia familia.

Me acompañó durante mucho tiempo uno de los más modestos de este tipo de artefactos. ¡Aah, tantos recuerdos que me vienen a la mente! A su lado supe que jamás podría esconderme como antes, cuando el pretexto más perfecto para “desaparecer” era decir: “no encontré un teléfono al alcance de mi mano”. Con el teléfono celular, de manera por demás brutal, supe que estaba atado para siempre a los compromisos que surgen –muchos de improviso-, y que a veces nos aniquilan día con día. De repente me llegó la idea de que de ahí en adelante jamás volvería a ser un hombre libre. Me enteré a cabalidad que al teléfono celular lo llevaría para siempre como una especie de grillete encajado en el tobillo.

Un buen día cambié el teléfono común y corriente por un Black Berry. Un conocido de esos que nunca faltan me maravilló contándome todas las bondades que venían incluidas en ese aparatito color oscuro. “Renovarse o morir”, me dijo con la convicción de que ese cambio traería aparejadas muchas cosas buenas a mi vida. Y sí, efectivamente, fue un cambio extraordinario. Irrumpí con bombos y platillos a la modernidad a la que tanto me había resistido.

El cambio cayó de perlas en mi vida. Aquel aparatito me acompañó en las buenas y en las malas. Fue testigo de muchas cosas trascendentales en un gran trecho de mi existencia. Fue testigo de días extraordinariamente esplendorosos y también lo fue cuando la oscuridad envolvía mi día y en vez de una sonrisa soltaba un ¡snif! muy prolongado.

Los cambios, sin embargo, llegan así, inopinadamente. De pronto no falta quien te meta en la cabeza que los trueques siempre son buenos en esta vida. Y, de pronto, ni modo, me convencieron de que usara un teléfono más moderno. Y fue entonces que tuve que despedirme del BB. El teléfono que, fiel, discreto, y sumamente eficaz, por cierto, estuvo a mi lado durante más tiempo que mi “media costilla”. El que me hizo sufrir endemoniadamente las veces que se me quedó olvidado en algún sitio y hubo que regresar corriendo a la velocidad del sonido en su búsqueda, antes de que una mano extraña se lo adjudicara (sobre todo la mano escrutadora de mi media “costilla”). El instrumento que, ya de viejo, ya gritando su reemplazo, me hizo desvariar cuando de pronto colapsaba y había que aplicarle el remedio casero que lo volvía a poner activo y que devolvía el color a mi desencajado rostro.

Hoy me estoy adaptando apenas a esos teléfonos ultra inteligentes a los que solamente les untas el dedo y proceden a consentirte plenamente. Esos aparatos que son una maravilla de la modernidad y puedes efectuar infinidad de procedimientos en unos instantes apenas. Estoy sufriendo. No es tan fácil adaptarse al cambio. ¡Uff! A veces, cuando no doy pie con bola, añoro con ganas al teléfono del que recientemente me he desligado.

Hoy, como siempre, estoy lamentando haber llegado un poco tarde a este gran evento de mi vida. Recurro sin embargo a esa vieja frase con la que suelo consolarme de inmediato: “Más vale tarde que nunca”.

Viva la modernidad. ¡Clap, clap, clap!.

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Quintana Roo


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