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Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: The Romanian Communism Online Photo Collection
La Jornada Maya

Martes 3 de diciembre, 2016


El muro de Berlín acababa de caer. Y como él, los satélites de la entonces Unión Soviética. El único régimen que parecía encarar con éxito el vendaval libertario era Rumanía, dirigido con mano dura por Ceausescu. En un alarde de soberbia, el histórico líder comunista convocó a una multitudinaria manifestación de apoyo en el corazón de Bucarest. La aceitada maquinaria movilizó —acarreó, traducido al mexicano…— hasta ahí a más de ochenta mil personas, adoctrinadas para loar a Ceausescu a y su olimpo. Al resto del país se le dio el día libre, con la condición de ver y escuchar el discurso por la televisión o la radio. Los casposos líderes querían mostrar músculo, demostrar que ahí, en Rumanía, la libertad era una patraña. Ceausescu hizo esperar a la multitud unos quince minutos. Salió al balcón ataviado con su característico gorro de piel de oso para escupir sus manoseadas frases de siempre. Las primeras fueron aplaudidas por los ochenta mil que colmaban la plaza principal de la capital. A la tercera, siguió un silencio sepulcral. Entonces, los ojos de Ceausescu se pusieron como platos ante lo inimaginable, lo impensable: uno de los miles se atrevió a abuchearlo. Uno sólo. Uno. Y después otro, y otro, y otro. En sólo un minuto, la gente pasó de vitorear a su líder a insultarlo, a pedirle que claudicara, a que se vaya. Ceausescu no lo podía creer. Rumania y el mundo, tampoco. La esposa del dictador le comenzó a gritar a la multitud que se callara, que se callara. Ceausescu se volteó y le dijo: "¡Cállate tú!"

La única que no hizo silencio fue esa multitud encendida por el arrojo de uno solo. Las revoluciones comienzan así. No tienen nada de estrategia ni aritmética. Nos recuerda Yuval Noah Harari en su libro [i]Homo Deus[/i] que antes de la revolución de octubre en Rusia había una élite de tres millones frente a un hambriento pueblo de dieciocho millones. Parte del trabajo de esa élite era mantener desorganizado a su gigantesca contraparte. Sin embargo, cuando estalló la revuelta, ésta no se cimentó en el pueblo, sino en un limbo formado por menos de doscientos mil comunistas. Ni los más numerosos ni los mejor armados. Muchos agoreros han señalado que los aumentos en la gasolina pueden tornarse en manifestaciones sociales. Yo lo dudo. Con el paso de este tierno 2017 nos acomodarán más alzas, que maldigeriremos poco a poco. La historia nos ha demostrado que no son los aumentos los que encienden las chispas de las revoluciones.

Hace pocos años, Irán y Venezuela se vieron en situaciones similares por las que ahora transita México. Ambos países, como el nuestro, habían sido beneficiados por riquezas de sus subsuelos. Al acabarse estas, optaron primero por quitar los subsidios a las gasolinas y, después, restringir el consumo de estas. Las primeras medidas fueron tomadas con malestar. Las segundas, con indignación, con violencia. Es decir, preferimos pagar más que dejar de consumir. Nos dejamos llevar por la corriente, deseamos que nos acarreen para que le aplaudamos a nuestro tirano. Hasta que aparece un valiente… Uno solo. Con uno basta. Tú, yo, ella… Uno, con dos cojones. Una, con dos ovarios.

*

Muchos se ponen como propósito de año nuevo dejar de fumar. Otros, leer más. Yo, además, me planteé escribir más. Y más. Y más. Así que, después de un breve paréntesis, en el que recibí inexplicables muestras de amistad, enviaré, de lunes a viernes, a la mesa de edición de [i]La Jornada Maya [/i]entre tres mil quinientos y cinco mil caracteres… por si hay espacio.


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