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del

Tania Medina
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Miércoles 2 de noviembre, 2016

El día empezaba desde muy temprano, cuando nuestra tía, la de voz chillona, entraba a casa de la abuela vociferando: ¡Levántense, hay mucho que hacer! Nosotros, desde nuestras hamacas, nos tallábamos los ojos ante tal anuncio que nos hacía pegar un brinco y nos despedía de nuestro día sin clases. Entonces, entre bostezos perezosos y ganas de seguir durmiendo, nos levantábamos arrastrando nuestros pies hasta la cocinita de cartón, en donde el chocolate ya estaba servido, acompañado de panes.

Era la mañana del primero de noviembre. La víspera de la llegada de las ánimas, mis primos y yo teníamos la encomienda de limpiar el patio de casa de la abuela, el cual nos parecía inmenso, y sí que lo es. Árboles frutales, muchos, no sé cuántos, pero tampoco tuve la curiosidad de contarlos; me limitaba a pasear entre ellos y bajar una china o una mandarina y sentarme a comerla bajo su sombra.

En estas épocas queda estrictamente prohibido dejar trastes sucios en la batea, ropa sucia o tendida, pues dicen los que saben que el alma de los fieles, al llegar a sus hogares y encontrar las cosas sucias, se ponen tristes y realizan los quehaceres, lo que se ve reflejado al día siguiente y además provoca fiebres a los habitantes de la casa.

La limpieza empezaba desde el fondo: quitar piedras, barrer y juntar hojas para después quemarlas era la encomienda para quienes en ese entonces teníamos entre 10 y 14 años. Entre los juegos que en ese día se hacían presentes durante la limpieza estaba buscar frutos caídos y a punto de echarse a perder y colocarlos en una cubeta de mandarinas y naranjas; quizá uno que otro limón iba a servir de armamento. Y entonces se escuchaban las explosiones entre naranjas y nuestros brazos, piernas, cabezas o espalda mientras que desde lejos una voz nos advertía: ¡Al primero que llore le voy a dar a todos! Hacíamos caso omiso al grito y seguíamos jugando, hasta que sí, una bala perdida entraba en el ojo de alguno de los más pequeños, ya que los mayores nos escondíamos o subíamos a los árboles para bombardearlos con los cítricos.

Esto se realizaba en conjunto con la elaboración del pib, de lo que se encargaban las tías, primas mayores y obviamente mi abuela, quienes desde temprano ponían el nixtamal para luego llevarlo a moler y así obtener la masa. Todavía tengo guardadas en la mente esas imágenes de convivencia en las que los hipiles de mis tías quedaban cubiertos por recado mientras entre risas preparaban todo. La carne que era utilizada para la comida era de las gallinas que con meses de anticipación se criaban en casa.

A la hora de la comida, el espacio en la mesa era insuficiente. Teníamos que hacernos [i]puch [/i]para poder sentarnos todos, pero eso sí, ninguna niña podía sentarse en la punta por eso del que no se iba a casar. Entrada la tarde, antes del rezo y ya colocada la ofrenda en la mesa, la abuela preguntaba: ¿Quién le va a llevar al abuelo su veladora? Todos nos mirábamos, entonces uno de mis primos golpeaba su codo con mi brazo y me decía “¡Qué! ¿Vas a ir o tienes miedo?”. “Sí voy”, me apresuraba a responder, y entonces tomábamos nuestras bicicletas y pedaleábamos hasta el cementerio, que estaba a unos cinco minutos. Ahí, los preparativos ya se notaban en las tumbas, que algunos pintaban o colocaban flores en ellas.

Al regreso, y después de bañarnos, nos teníamos que sentar a escuchar el rezo. Bostezábamos y todo nos picaba, hasta que nos llegaba el t’ox, claro.


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