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Cecilia Lavalle
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Miércoles 8 de marzo, 2017


Ahí están las llagas. Supuran. Duelen. Hieden. Y, sin embargo, en general, a lo mucho se mueve la cabeza en señal de consternación o, a lo poco, se voltea a otro lado para mirar “cosas más importantes”.

Las violencias contra las mujeres supone llagas enormes a lo que queremos creer es nuestro sentido de humanidad.

Son muchas las violencias que se infligen a las mujeres de todo el mundo y se les inflige porque son mujeres. Nacer mujer implica en los hechos –y a menudo en la ley también- no tener garantizados distintos derechos humanos o simplemente no tener derecho a tener derechos.

A menudo se justificará: Es que hizo tal cosa que estaba prohibida (claro prohibida por ser mujer, porque de ser hombre no lo estaría), es que estaba en tal lugar a tales horas (porque hay lugares y horas vedados para las mujeres).

En el fondo, y sin rebuscar mucho, el tema es que nacer humana no garantiza los mismos derechos que nacer humano. Lo que es peor, a media humanidad le parece bien que así sea, y a buena parte de la otra mitad le parece que es una barbaridad, pero ¿qué se le va a hacer?, ni modo.

Entonces, a tres cuartas partes de la humanidad le parece bien o poca cosa, lo mismo que mujeres ganen menos que hombres por el mismo trabajo, o que el [i]Club de Tobi[/i] esté instalado en el poder político, económico, académico, cultural o religioso; y apenas si respinga con el acoso y el hostigamiento sexual, las violaciones sexuales, la prostitución, la trata o los feminicidios.

Porque no veo indignaciones colectivas cuando el 95 por ciento de las personas víctimas de trata son mujeres y niñas. No hay indignación nacional –en casi ningún país- cuando aparece una mujer tumultuariamente violada, asesinada y su cuerpo tirado a la basura. Vamos, no veo exigencia colectiva en México porque una de cada dos mujeres es víctima de violencia en su hogar, hay decenas de miles de mujeres y niñas desaparecidas, y hay pueblos enteros dedicados a la trata.
¿Acaso no se nos considera humanas? O, más bien, deberíamos preguntarnos, ¿qué clase de humanidad somos?

Al parecer y por lo pronto, la emergencia en la que nos encontramos nos aconseja dejar esa pregunta para después. Por eso los movimientos de mujeres han organizado para este 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, una huelga masiva.

Con el lema [i]Nosotras paramos[/i], se invita a que las mujeres detengan sus labores, cualesquiera que éstas sean, al menos durante media hora. En más de 40 países habrá marchas para exigir la garantía a nuestros derechos, empezando por el de una vida libre de violencia. “Si nuestras vidas no valen, nosotras paramos”, es la consigna.

Se busca hacer evidente lo que aportamos cotidianamente; hacer patente que sin nosotras el mundo no funciona: ni el hogar ni la política ni la economía. Nada.

Con todo y que me parece una buena idea –probada con enorme éxito en Islandia en 1975-; y con todo con que estoy absolutamente segura que tarde o temprano esta estrategia tendrá éxito y, por supuesto, deseo que lo tenga, no dejo de tener un mal sabor de boca.

Porque no basta ser la mitad de la humanidad, no basta ser humanas, sino que hay que demostrar que valemos por lo que hacemos.

De modo que no será un elemental sentido de justicia o de solidaridad o de cualquier otro considerado esencialmente humano, el que sea motor para que se detengan las violencias contra las mujeres, sino el pragmatismo.

Entonces quedará pendiente ganar la humanidad. Acaso esa sea la gran llaga que hoy nos debe doler.

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