de

del

Pedro Bracamonte y Sosa
Foto: Notimex
La Jornada Maya

Martes 29 de noviembre, 2016


Para los políticos mexicanos el foco de atención es, de nuevo, el espectáculo de los Estados Unidos de Norteamérica, con su novísima estrella Trump. Politólogos y analistas se desgañitan, acerca de qué hará o dejará de hacer cuando despache en la oficina oval en enero. Qué mejor y más triste muestra de que México perdió el rumbo –como proyecto de Estado nacional– al convertirse en el último vagón del tren de carga de la decaída economía de ese país. Si no fuera por lo dramático que significa mirar la tragedia de más de 80 millones de pobres, la violencia cotidiana y la corrupción sumada a más violencia, uno pudiera pensar que se trata de un pésimo largometraje de coproducción México-norteamericano. Una boba película en la que se entreteje una trama de gobernadores delincuentes, con el reparto de un botín robado a los más pobres y con un nuevo líder mafioso que se sueña el tocador de mujeres.

La peor vergüenza la llevan grabada, en la frente, los partidos políticos mexicanos, que dejaron de mirar su patria para adherirse como lapas a las migajas del gran capital. A tal grado, que el presidente del Partido Acción Nacional, Ricardo Anaya, uno de los extras más secundarios del filme, se fue a vivir a su patria amada –los Estados Unidos– hace tres años, con todo y su también amada familia. Lo peor es que la primera excusa que dio lo pinta como lo que representa, pues resulta que el propósito de costoso traslado es para proveer a sus vástagos de una educación de excelencia en la ciudad de Atlanta, lugar en la que hay casi dos millones de escolares con más del 90 por ciento de ellos en escuelas públicas. Pero los Anaya no se rebajarían a eso, ¿o sí? La verdad es que no es el único político con tales pretensiones. Con ese timo de tránsfugas, la educación pública y gratuita de los mexicanos nunca será atendida como se debe. La segunda explicación del panista mueve a risa: ha firmado su declaración 3 de 3, como si eso fuera alguna prueba de honestidad.

Hubo un tiempo en el que México, después de tres largas y violentas revoluciones en el siglo XIX y las cuatro primeras décadas del XX, parecía encontrar por fin un destino viable. Todavía sumido en una tiranía de partido único; sí, con ausencia de libertades; sí, con una inmensa corrupción a cuestas; sí, con apátridas como Ricardo; sí, con el perpetuo saqueo de sus arcas públicas, y mucho más. Con todo, tal posibilidad de un destino común y bueno fue redactada en la Constitución de 1917, todavía en el fragor de las batallas, que son los momentos en los que se escriben los grandes proyectos de unidad de grupos étnicos distintos en lenguas y culturas, de clases sociales antagónicas; en fin, enemigos que en el caso de México habían disputado por sus ideales a sangre y fuego. Lo irreconciliable, por mencionar un único ejemplo, parecía empezar a concordar; el campesino tradicional e indígena con el empresario de vocación industrial. Incluso hubo una década llamada del milagro mexicano, de la revolución verde; también una reforma política había comenzado a sustituir la violencia revolucionaria. Y en un instante ese sueño se apagó, porque llegaron los nuevos políticos con ideas que pregonaban como si fuesen innovadoras; de la última moda económica, capaces de hacer de la paja prosperidad. Si no fuera porque la historia gusta de la escritura en papel los postulados hubieran parecido, en realidad, productos de iluminados. Sólo que había una cierta condición requerida para alcanzar la dicha anunciada; una tarea que debía asumir el Estado nacional. Poca cosa: destruir lo construido. Caray, bastaba escupir sobre la sangre, aún fresca, de millones de hombres que no huyeron como Anaya y que, en cambio, dieron la vida para tener una nación.

Los vendedores de la nueva Biblia fueron llamados tecnócratas neoliberales, y más de uno se sintió orgulloso de ese título. Hombres de escaso talento cuya destreza fue destacar el mal más aborrecido: la corrupción, que todo lo abarcaba. Para sanear al país y llenarlo de riqueza, los cruzados la emprendieron contra las estructuras recién creadas y las corporaciones, y contra el propio Estado. En los grandes sindicatos y en sus centrales, en los ejidos y las cooperativas, en las mismas empresas estatales, en las instituciones de la seguridad social de los trabajadores, en los fondos para la asistencia a los más necesitados, en los haberes para las jubilaciones, en las escuelas públicas y gratuitas, en la banca de crédito para los campesinos, denunciaron, lo idéntico de lo que ellos mismos han medrado: la corrupción. Entonces, para acabar con esa lacra, destruyeron en casi 40 años esas estructuras e instituciones devenidas de la Constitución de 1917. Y ahora ya estamos seguros de que no sólo no acabaron con la corrupción, sino que la hicieron crecer y la comparten con camarillas de empresarios gustosos del dinero mal habido. A ellos les debemos que hoy un trabajador mexicano de la manufactura gane 2 dólares por hora, cuando su igual estadounidense gana 20. Son asuntos que no importan a los iguales de Anaya; ellos florecen de los fondos públicos, no trabajan en la manufactura.

Trump se ganó a los electores que le dieron el triunfo, justo porque miró muy dentro en las entrañas imperiales de su nación.

Qué pena por los mexicanos, porque –usted quizá no lo va a creer ahora– sus políticos miran ansiosos en las entrañas del [i]tocador de mujeres[/i] y ya se dejan seducir.

No hay duda. México sólo tendrá una segunda oportunidad como nación cuando se mire en su propia historia.

Mérida, Yucatán

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