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Giovana Jaspersen
La Jornada Maya

Viernes 13 de enero, 2017

El padre de Fernando Báez era un abogado honesto; es decir, desempleado. Eso hizo que su madre trabajara largas jornadas y que él pasara sus días “en encargo”, desde los 4 años, en una biblioteca. Aprendió a leer entre estantes, teniendo a su alcance todos los mundos del mundo. Explica que supo que debía leer, al ver que no podía leer. Sus días en las letras se interrumpieron cuando una crecida del río Caroní, uno de los afluentes del Orinoco, se llevó con él el pueblo y la biblioteca. En la introducción a su [i]Historia universal de la destrucción de los libros[/i], Báez cuenta este como su primer contacto con un libro destruido, y cómo sus sueños también se inundaron, con la angustia de ver hundirse [i]La isla del tesoro[/i] de Stevenson y flotar un ejemplar de algún drama de Shakespeare.

Esta escena de infancia y sus pesadillas por la destrucción de la razón y la memoria, serían difíciles de comprender para el 48 por ciento de los jóvenes en México que, según la encuesta de la UNESCO en 2015, nunca han estado en una biblioteca. En ellos no caben los anaqueles infinitos que, como en la [i]Babel [/i]de Borges, quedaron en la memoria de muchos; no podrían reconocer por el olfato la vejez contenida en un pasillo de “fondo reservado”; ni distinguir el hueco crujir de las encuadernaciones de piel al abrirlas en medio de un galerón callado. Por el INEGI en 2016 supimos que del pequeño universo lector en nuestro país, sólo 10 de cada 100 personas leen en una biblioteca; que el promedio de lectura en México es de 3.8 libros por año y que en el caso de Yucatán es de apenas 1.7. Al ponerlo en contraste con los 47 libros por año que se leen en Finlandia, es avasallante.

El nórdico país, no sólo ha destacado por la cantidad de libros leídos, sino por su modelo educativo. Una parte fundamental de éste descansa en el complemento de la escuela con centros de educación no formal como museos y bibliotecas. Pues en el siglo XXI, son fundamentales para lograr lo que -el recién fallecido- Piglia llamaba lectores puros, esos “para los que la lectura no es una práctica, sino una forma de vida”. Los que como Hrabal, saben que con un libro en la mano se abren los ojos a un mundo extraño, distinto, porque al sumergirse en la lectura se está en otra parte, dentro del texto, de donde se despierta sorprendido y se reconoce que se vuelve de un sueño. Este sueño, no adormece, en aparente contradicción: despierta.

Las bibliotecas, como los museos, dejan en nuestros días la sacralidad tradicional para convertirse en espacios de socialización, participación, esparcimiento, conocimiento, turismo, etc. Entornos de experiencias. En Yucatán, y frente a las cifras, resulta urgente girar la mirada al tema. Celebramos que desde 2012 se cuenta con una feria internacional de la lectura; sin embargo, es de considerar que la lectura no es un evento, sino un hábito; un continuo que requiere también de manera imprescindible un cambio en la visión y apropiación permanente de los espacios de lectura. La reconceptualización de estos y la participación que tenga la población de ellos es fundamental para lograr un giro en las dolorosas estadísticas actuales. No son pocos los espacios y acervos con los que se cuenta, ni está en duda el éxito de proyectos como la Biblioteca Virtual de Yucatán; por lo que la verdadera reflexión apunta a si con esto es posible y suficiente para dar el salto al siglo XXI, o si es momento de pensar en la necesidad de una infraestructura nueva y específica. Un espacio planeado y diseñado con base en las particularidades del estado y su población, valiéndose de todo el potencial y riqueza cultural que siempre lo ha distinguido.

Los ejemplos que han materializado esto alrededor del mundo son vastos y asombrosos en resultados. Podemos, por ejemplo, asomar la vista al [i]Diamante negro[/i] de Copenhague, que deja a la vista el mar a través de un muro de cristal; a la Biblioteca Estatal del Sur de Australia que con su techo de cristal filtra la luz e “ilumina” al lector; a la maravilla de la Biblioteca Pública y eco-sostenible que en Taipei dejó ver cómo estos espacios son también oasis y remansos de paz entre el caos; al futurismo arquitectónico y conceptual de la Biblioteca Central de Seattle; o bien, en nuestro país, a la Biblioteca José Vasconcelos en la Cd. de México, que sin duda ha revolucionado la forma en la que concebíamos un espacio de lectura y lo que en él se hacía.

Los tiempos de informe nos acercan al análisis de obras e infraestructura, a echar una mirada a las semillas que se están sembrando y los frutos que habrán de nutrir el futuro; pero también a aquello en lo que aún se tiene camino por andar ¿Sería ilusorio entonces pensar en una gran biblioteca para nuestro estado? Para que al ver un estante, como Baéz, quien no pueda leer, sepa, debe leer.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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