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Giovana Jaspersen
Foto: Raúl Angulo Hernández
La Jornada Maya

Viernes 10 de febrero, 2017


Diecisiete años de guerra dejaron emparedada la memoria. Sarcófagos, esculturas y mosaicos; el pasado del mundo protegido por costales de arena y vaciados de cemento. Las fortalezas individuales recibiendo balas, tatemándose entre el fuego y fracturándose a razón de los obuses; fueron mirilla y escudo para quienes, agitados, sólo pensaban en sobrevivir. Los breves momentos de calma dejaban ver, entre el humo, el brillo de tesoros fundidos y joyas reducidas. Amasijos irregulares de cuerpos, objetos y escombro fue el paisaje montañoso de la destrucción. Sin tiempo para observar, menos para salvar, el fuego comenzaba nuevamente en las salas del Museo Nacional de Beirut, una de las zonas de mayor peligro durante la guerra civil en Líbano, que estallara a tan solo 100 metros del recinto en 1975.

Y una vez pasado, ¿cómo contarlo -o no-? La respuesta en 1993 fue tan simple como compleja: abriendo las salas. Lo sucedido se narró por sí mismo entre hollín y grafiti, en las superficies de hormigón deformes que con una ficha de registro revelaban su contenido; en las fotografías de lo que había sido el museo antes; en los techos desplomados y las preguntas acerca de lo que sería en el futuro. El campo de batalla fue pieza y mensaje de un museo que nos mostró la capacidad de síntesis que puede tener la historia cuando se narra por sí misma. La contundencia de la visibilización de los hechos fue una de las mayores lecciones: dejar la violencia del silencio y la negación, para dar voz. Rostock afirmaba que los museos siempre han sido políticos y que ello comienza desde la selección de qué recolectar, qué historias contar; todo ello es poder, la pregunta es cómo se utiliza. A su reflexión hay que agregar ¿para qué se usa?, pues el modo y el fin, en este escenario, están íntimamente ligados.

En fechas recientes, los museos han ejercido su voz logrando concretar historias inmensas en actos sintéticos frente al nuevo escenario político-social estadunidense. El caso más sonado ha sido el del Museo de Arte Moderno (MoMa) de Nueva York, que sustituyó algunas de sus obras más emblemáticas por piezas de artistas de siete países incluidos en el veto migratorio. La inclusión como respuesta a la omisión y al rechazo fue camino combativo a lo que Todorov -fallecido hace unos días- reconoció como la causa de la primera gran crisis del siglo XXI: “este miedo a los inmigrantes, al otro”. El MET, por su parte, declaró que la gran exposición De Iberia a Asiria, en estos tiempos, habría sido imposible, como lo sería presentar en territorio estadunidense la muestra Siria: una historia viviente, que hoy llena las salas del Museo Aga Khan, con sede en Toronto, recinto que además de ser el único dedicado al mundo árabe en América, ha reconocido en tiempos de crisis a una nación más allá de la guerra, contando a sus hombres y mujeres por su historia, riqueza y cultura. Mostrando, el museo grita en silencio el reduccionismo del que son víctimas los otros, los que dejan de ser pueblos para ser refugiados, sin pasado ni futuro. Dejan de ser.

Hay pocos brillos en un escenario tan sombrío, pero no hay que dejarlos de lado. La responsabilidad de frente al momento histórico se asoma en el interés del Tenement Museum, en Manhattan, por repasar en una muestra los flujos migratorios en NY a raíz de la Segunda Guerra; o en las universidades y museos en América y Europa, que han buscado incluir en su acervo los vestigios materiales de los últimos hechos, como los carteles utilizados en las marchas, registros todos del arma más contundente: la participación. Ésta se levanta en la construcción de la memoria y sentimiento colectivo en el muro del Museo del Barrio en el Harlem Latino, o en el movimiento J20 Art Strike, al que hasta hoy se han sumado 525 artistas, 134 críticos de arte, 36 espacios académicos, organizaciones y museos, y 38 galerías. Resistencias que cerrando las puertas fueron tan contundentes y sintéticas como lo fue el Museo Nacional de Beirut al abrirlas después de la guerra.

En nuestro país el carisma jesuita por la educación ha florecido diciendo estar en posibilidades de becar a los estudiantes mexicanos que sean deportados; líderes de opinión se pronuncian a diario; empresas reaccionan con valentía frente a las amenazas económicas; gobiernos han extendido los marcos diplomáticos para ejercer responsabilidades de orden mundial, de civilidad; ciudadanos han vuelto la vista al país. Todo ello, es el brillo entre el escombro, y en su rescate está la (re)construcción. Andemos.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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