de

del

Rafael Robles de Benito
Foto tomada de la web
La Jornada Maya

Miércoles 15 de febrero, 2017


Los griegos clásicos, que contaron con grandes constructores de arquetipos, describieron cuando menos tres castigos eternos, que llevamos con nosotros en nuestros pequeños infiernos interiores: Prometeo, por dar a los hombres el fuego de los dioses (el saber) fue condenado a sufrir por la eternidad, encadenado a una roca, los picotazos de un ave rapaz, que le devoraba un hígado perennemente regenerado; Tántalo, por robar el néctar y ambrosía de los dioses olímpicos, entre otros hurtos, de los que después se jactaba, y a pesar de ser hijo de Zeus, fue condenado a pasar sed eterna, puesto en un lago con el agua a la altura de la barbilla, sin poder nunca beber; y Sísifo, que por negarse a volver al inframundo, después de muerto, tras haber obtenido permiso para volver al mundo de los vivos a obligar a su viuda a cumplir con los sacrificios que había prometido ofrecer a los dioses, fue hecho volver por la fuerza y condenado a empujar una enorme roca montaña arriba, de modo tal que la roca, poco antes de alcanzar la cima, volvía a rodar pendiente abajo, una y otra vez.

Parece que ahora, al negarnos a cejar en los esfuerzos por lograr que la sociedad acceda a ayudar a conservar las especies que habitan el territorio del estado, y al insistir machaconamente en la necesidad de abatir –o de plano evitar– el uso del fuego como herramienta agropecuaria, pecamos de no querer morir, de no permanecer en silencio; y nos vemos condenados, Sísifos postmodernos, a empujar de nuevo, una y otra vez, con una tozudez que quiere simular una fuerza de la que a veces carecemos, la roca de la conservación cuesta arriba por la ladera del cerro de la indiferencia y la zafiedad, de una sociedad que se niega a entender que nuestra relación con el entorno, para que podamos seguir vivos, requiere conductas cada vez más cautas, más preocupadas por conservar la resiliencia de los ecosistemas, la continuidad de los servicios ambientales, y la rica biodiversidad de que todavía gozamos.

Así, en un solo día, me voy de bruces con dos evidencias de que nuestra roca rueda de nuevo ladera abajo: primero, me entero de que en el parador turístico de Valladolid se sorprende a un comerciante ofreciendo en venta cinco pieles de jaguar, y otras de ocelote. La Procuraduría Federal de Protección al Ambiente las ha sometido a un “resguardo precautorio” (me pregunto por qué no a un franco decomiso y, además, por qué no está detenido el comerciante en cuestión, acusado de un delito federal y sorprendido en flagrancia. Se ha abierto, no obstante una investigación: ¿se tratará pues de encontrar al ejidatario cazador que mató originalmente a estos ejemplares, a quién resulte más sencillo cargar la expiación de una culpa, al ser el más pobre de la cadena de hechos?). El punto es que, a pesar de la intensificación de las campañas conservacionistas que pugnan por la protección de los jaguares en nuestro país, se les sigue cazando, y se siguen ofreciendo en venta sus pieles, como tristes trofeos de un triunfo de nadie.

Después, el mismo día, el humo, y los bordes ennegrecidos de la carretera, me hacen caer en la cuenta de que ya estamos de nuevo en febrero: comienza una vez más la “época de quemas”. Sabemos que las actividades agrícolas y pecuarias del estado y de todas la península de Yucatán, y de muchas otras regiones del país, van a sufrir la pérdida de a saber cuántas hectáreas de terrenos forestales, porque nos empecinamos en pensar que la agricultura en el trópico solamente puede hacerse usando fuego, digan los que digan quienes se lamenten por la presencia irremediable del cambio climático y alzan sus voces preocupados por la emisión de gases de efecto invernadero, entre los que destaca el bióxido de carbono, que lanzamos a la atmósfera en cantidades mucho mayores de las que puede fijar la vegetación remanente, y en tiempos mucho menores de los que los ecosistemas tendrán que emplear para volver a incorporar el carbono atmosférico a la biomasa.

También la roca de las emisiones de carbono a la atmósfera va dando tumbos hacia las faldas de la montaña de la conservación, una vez más, cuesta abajo.

Pero ni modo, mis buenos Sísifos, a empujar de nuevo. Insistamos en que quienes comercian con ejemplares de especies amenazadas o en peligro de extinción, o con sus despojos, deben ser castigados como marca la Ley General de Vida Silvestre (antes de que nos pongan encima el engendro de Ley de Biodiversidad que quieren impulsar en el Congreso contra todas las voces que se han manifestado con conocimiento de causa, en su contra); e insistamos, una vez más, y tantas como sea necesario, en que es necesario revisar los instrumentos legales que continúan incentivando el uso del fuego en el campo, y busquemos con seriedad y sentido de compromiso, buenas prácticas agropecuarias que no dependen de un herramienta que, nos guste o no, resulta obsoleta ante un escenario de cambio climático.

[i]Chetumal, Quintana Roo[/i]
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