Mi península es de migrantes

Felipe Escalante Tió
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Jueves 6 de abril, 2017


Se hicieron visibles y recibieron odio. Viven en Mérida o residen por varios meses en algunas poblaciones de la costa, aunque algunos alegan que llegan a morir a gusto y los llama “nueva élite blanca”.

¿Cómo son los expats? “Compran una casa, la restauran y le añaden una piscina, pero se reúnen entre ellos. A nosotros ni el saludo”, me refiere una vecina del barrio de Santiago, zona que muchos ven como el área de preferencia de los estadunidenses que han llegado a Mérida. El trato que reciben por parte de las autoridades, que les han permitido sembrar árboles en las banquetas o se dirigen a ellos en inglés, parecen justificar el calificativo.

Yucatán, a lo largo de su historia, ha sido atractivo para migrantes. Los expats son los últimos recién llegados en hacerse visibles. Sin embargo, el estado no es el único ni el mayor atractivo. En la península, todos estamos sobre hombros de migrantes. Lo malo es que seguimos viéndonos unos a otros como “castas”.

Desde que a Salvador Alvarado, al frente de “los huaches”, se le ocurrió aquello de “casta divina” para referirse a un centenar de familias, las que entonces tenían el poder económico y controlaban la producción y exportación de la fibra de henequén, a la “casta beduina”, con un fuerte nicho en la economía local, gracias al comercio, y que también fue discriminada en su momento, en Yucatán se divide a la población según su origen, casi siempre en sentido despectivos. Recordemos a la abuela de Juan Villoro contando cómo, para descalificar a una muchacha, se decía “se revuelca con turcos”.

Pero la gente se mueve, siempre en busca de mejores oportunidades o huyendo del desastre. La península ha sido refugio y destino de distintas etnias mayas; desde los putunes hasta los kichés. También nativos del interior de la República se han encontrado en estas lajas. Ahí está la historia de Candelaria, levantada por migrantes industriosos de Sinaloa. Quintana Roo ha acogido a personas de todo el país y extranjeros; Campeche, a los menonitas. Yucatán ha sido atractivo para cubanos, libaneses, coreanos, alemanes, chinos, italianos y por supuesto, estadunidenses, entre otros, cuyos números no han llamado la atención, y otros que llegaron por la fuerza, como los yaquis.

¿Qué encuentra el “fuereño” a su llegada? Prejuicios, campañas como aquella de [i]Sé tú, orgullosamente yucateco[/i], que invitaban al abandono de la identidad propia y la conversión por la “correcta”; grupos políticos que proclaman su estado para los nativos, o la vida en determinadas zonas que se convierten en ghettos; sean campos de refugiados, poblados enteros o fraccionamientos como Francisco de Montejo; o la exigencia de que revise su situación migratoria y se les aplique el artículo 33, ya que invirtieron en adquirir y remozar una propiedad cuyos dueños originales no pudieron o no quisieron mantener.

El problema de la convivencia en el Centro Histórico de Mérida no se restringe a ese vecindario. Abarca toda la península. Así que no, no elijo una Mérida “viva” o “muerta” dependiendo de quiénes la habitan y hacen su vida nocturna, o una sumergida en una trasnochada “lucha social”. Debemos pasar a ser una entidad, una región en la cual se reconozca que las diferencias nos hacen crecer como seres humanos; que el migrante no tiene porqué adoptar los hábitos de la cultura a la que llega y por el contrario, sea libre de mostrar y compartir la suya; una en la que sea tan ciudadano como quien se proclame descendiente de conquistadores o de mayas.

Necesitamos vernos en otros espejos. Mérida no es una isla, ni sus problemas y dinámica social son exclusivos. El mantener el racismo y clasismo en nuestra sociedad, seguir confinando, encuadrando en “castas” a quienes vivimos en esta piedra, terminará por hacernos más mal que el calor de estos días.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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