de

del

Carlos Meade
Foto: Archivo
La Jornada Maya

Miércoles 19 de abril, 2017


El reparto de la tierra fue uno de los ideales de la Revolución Mexicana que no llegó a aplicarse con determinación sino tardía y parcialmente, durante el gobierno del general Cárdenas, en el que fueron repartidas, entre 1934 y 1940, 18 millones de hectáreas. En los 20 años precedentes, se expropiaron y repartieron sólo 7 millones de hectáreas, a pesar de las promesas reiteradas de los jefes revolucionarios.

La política agraria revolucionaria prácticamente vivió y murió con Cárdenas, pues el reparto prácticamente desapareció con la llegada de Ávila Camacho a la presidencia, mientras se impulsaron políticas que más bien lo frenaron y revirtieron, en un proceso que culminó con las modificaciones al artículo 27 constitucional, impulsadas por Salinas de Gortari como parte de las negociaciones del TLC, en las que México fue empujado a abrir totalmente el mercado de la tierra.

El reparto agrario cardenista en la península yucateca tuvo dos momentos de gran relevancia debido al efecto que generó para amplios sectores de la población rural. El primero, el reparto de las haciendas henequeneras, en un momento en que la venta del henequén había declinado debido al cultivo mejorado de esta planta en otros países.

El reparto de tierras entre los campesinos pobres fue hecho sin considerar la compleja problemática política, social y productiva imperante. La mayoría de los campesinos recibieron tierras sembradas de henequén, pero improductivas: unas fueron cosechadas por los afectados, y el resto porque estaban en etapa de crecimiento o su ciclo productivo ya había terminado. Además, las haciendas conservaron 150 hectáreas alrededor de sus cascos, junto con la maquinaria para procesar las pencas. Así, la pequeña producción que algunos campesinos lograban obtener, debía procesarse en las haciendas, cuyos dueños eran reacios o aplicaban tarifas leoninas, además de que seguían controlando el mercado.

El resultado final es que una industria que producía enorme riqueza -si bien implicaba la explotación brutal de los campesinos mayas- en lugar de favorecer a los campesinos fue destruida gracias a la prisa e improvisación con que fue aplicada una política que, en el papel, parecía de gran beneficio para los explotados de siempre, que terminaron lanzados a una aventura insostenible.

Años después se creó un sindicato de productores y una empresa paraestatal, pero para entonces la fibra sintética ya había desplazado a la natural, con lo que la era del oro verde llegó a su fin, apagando una de las industrias más prósperas que tuvo México a finales del siglo XIX y principios del XX.

Otro proceso fallido fue el reparto agrario en el sur de Quintana Roo. Los funcionarios agrarios del gobierno de Cárdenas, que llegaron a la comunidad de Felipe Carrillo Puerto para proponer a los jefes mayas la devolución de sus tierras a través del establecimiento de ejidos, recibieron una respuesta inesperada. A los mayas les pareció extraño y sospechoso que alguien viniera a repartirles lo que siempre había sido de ellos. También les dijeron a los funcionarios que, si lo que querían era establecerse y trabajar la tierra, ellos les asignarían una parcela para que pudieran hacer sus milpas.

La discusión fue difícil y lenta, pero al final los mayas aceptaron el establecimiento de cuatro ejidos, uno por cada pueblo santo de su organización tradicional. Esto hizo posible el arribo de los topógrafos, pero sucedió que el gobierno regresó a la zona no con cuatro títulos ejidales sino con 40. Esto generó un conflicto interno, ya que los pueblos más rebeldes obtuvieron tierras con 2 mil o 3 mil hectáreas, mientras a otros pueblos se les concedieron más de 70 mil. La mayoría se negó a aceptar los títulos y entonces el gobierno dijo que esas tierras podrían otorgarse a chicleros y campesinos pobres de Yucatán, Campeche, Tabasco y Veracruz; inmigrantes que el propio gobierno indujo para invadir el territorio máasewal. Con esta presión, poco a poco, los pueblos fueron aceptando los títulos, en un proceso que tomó décadas. El pueblo de Tulum, por ejemplo, no aceptó sino hasta 1972, cuando Cancún ya estaba en proyecto y, por ello, el gobierno quería asegurarse de que los aguerridos mayas no iban a aguar la fiesta de millonarias inversiones para un polo de desarrollo turístico.


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