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Enrique Martín Briceño
Foto: Raúl Angulo Hernández
La Jornada Maya

Miércoles 19 de abril, 2017


"Quienes nacimos y crecimos en el centro de Mérida para luego mudarnos a alguna colonia o fraccionamiento vemos con nostalgia los lugares que marcaron nuestra infancia y adolescencia y que son hoy parte de la Zona de Monumentos Históricos de la capital yucateca. Mi casa estaba situada en la calle 68 entre 65 y 67, entre las esquinas de La Cruz Roja y El Violín, muy cerca de El Zopilote y El Conejo. En coche de caballito iba con mi madre al Mercado Grande y con toda la familia oía misa en San Juan o Santiago, parques donde también pasábamos largas horas de diversión. En el segundo, me tocó todavía asistir a su feria, en la que disfrutaba subirme al pulpo, a la rueda de la fortuna y al remolino maya. Estudiaba en el Colegio Americano, situado en Santiago, y tomé clases de dibujo en la Escuela de Artes y Oficios, ubicada en el antiguo claustro de las monjas concepcionistas. En el templo de Monjas, precisamente, fui a la doctrina e hice la primera comunión... Íbamos con frecuencia al Centenario, visitábamos a parientes o amigos en Santa Ana y San Sebastián y, en días de Muertos y aniversarios luctuosos, acudíamos al Cementerio General..."

Con las palabras anteriores comencé mi comentario sobre el libro [i]Mérida: Zona de Monumentos Históricos[/i] (INAH / Gobierno del Estado de Yucatán, 2016) en las presentaciones del volumen realizadas en la Ciudad de México y en Mérida, en septiembre del año pasado y marzo del actual, respectivamente. Las traigo a cuento para recomendar la lectura de la citada publicación, que, en 90 páginas y ocho capítulos, ofrece una idea del patrimonio edificado y el patrimonio inmaterial de la Zona de Monumentos Históricos de Mérida, pero, sobre todo, para tomarlas como punto de partida para aportar una perspectiva más a la discusión sobre el centro meridano que se ha venido dando en estas páginas.

Lo que en principio subrayaría -y que tendría que resultar evidente para cualquier autoridad- es que el patrimonio edificado se hace propio cuando se vive, esto es, cuando se tienen en él experiencias significativas. Mucha gente vive aún el centro de Mérida: los que habitan, estudian o trabajan en él; los que acuden de vez en cuando a comprar o a divertirse; los que van a manifestarse o a hacer un trámite ante alguna instancia de gobierno; los que disfrutan de la oferta cultural en teatros y otros recintos, o los que van a misa en catedral o en otras iglesias.. Pero también hay muchos niños y adolescentes que solo muy de tarde en tarde van al centro y que en su vida han pisado el mercado Lucas de Gálvez o la Plaza Grande. ¿Cómo van a querer así a su ciudad? ¿Cómo van a defender un legado cada vez más sujeto a intereses particulares incompatibles con el interés público? En este sentido, por dar un ejemplo, la desafortunada decisión de sacar el carnaval del centro y el Paseo Montejo no sólo afectó a la propia celebración tradicional, sino que eliminó la única ocasión en que jóvenes de todas las clases sociales se apropiaban de esa zona de la ciudad, tan suya como de los automovilistas o los vecinos que aplaudieron la medida.

Es cierto que hasta el Porfiriato el centro meridano era el lugar donde residían los blancos, pero también es verdad que en él confluían todos los niveles sociales de la ciudad -juntos pero no revueltos-, que participaban de las actividades comerciales, las retretas, los carnavales, las fiestas religiosas, etcétera. No se sospechaba entonces que, un siglo después, luego de que gran parte de los vecinos abandonara sus casas, muchas de estas serían adquiridas y restauradas por extranjeros, ni que el centro atraería a miles de turistas de todas las procedencias (turistas que, por cierto, no se interesan solo por este o aquel edificio, sino por todo el conjunto, hoy amenazado por aquellos que serían capaces de convertir en estacionamiento el mismísimo Palacio Cantón).

Hay que partir, pues, de que el centro y la Zona de Monumentos Históricos son de todos y que es necesario lograr la compatibilidad de sus múltiples usos, como ocurre en otras ciudades del mundo con vocación turística, dando atención especial a quienes, se supone, son los herederos de ese patrimonio cultural. Para ello hay que garantizar que la multicolor sociedad meridana de hoy pueda disfrutar de sus calles, parques y edificaciones. Poder contratar una serenata en la Plaza Grande, ir a un concierto en el Peón Contreras, bailar en Paseo Montejo, tomar una cerveza en una cantina o darse un beso en el parque de Santa Ana no son cosas triviales. De ellas depende no sólo la preservación de un legado material, sino, en buena medida, la cohesión de nuestra sociedad.

[i]Mérida, Yucatán[/i]


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