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José Luis Domínguez Castro
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Viernes 21 de abril, 2017


Sabemos que la historia, como la naturaleza, se ha movido siempre en torno a ciclos. Por ejemplo, a tiempos convulsos, de revoluciones, guerras y persecuciones, les han seguido épocas de paz, crecimiento y progreso, al igual que al otoño e invierno le siguen la primavera y el verano, inevitablemente. La economía, como la política, y la liturgia suelen tener sus ciclos, sean éstos largos o cortos. Los humanos los necesitamos, estamos acostumbrados a movernos incansablemente en torno a estas fechas de calendario que se suceden anualmente como en círculos, tal y como pasa en la liturgia: a la larga y penosa cuaresma que culmina en el triduo de los días sacros, le siguen los días de Pascua, en torno a una resurrección triunfante y con ella, el surgimiento de renovadas esperanzas, a semejanza de los brotes de los árboles en primavera o de igual manera que con la emergencia de los polluelos cuando brotan de sus nidos, o de los bebés cuando salen del vientre materno, éstos nos transmiten una cierta sensación de plenitud y una esperanza que nos permite volver a creer en la vida, devolviéndonos a cada uno su significado.

¡Cuán aburrido sería el año si no tuviéramos estos ciclos, engañosos, aunque necesarios, de trabajo-descanso-trabajo! ¡Qué monótona sería la existencia si no contempláramos esos amaneceres en el campo o los atardeceres frente al mar! De la misma manera, ¡cómo se sacude la rutina cotidiana de una familia cuando sucede la visita de la cigüeña! Y cómo se generan nuevas esperanzas cuando mudamos de trabajo, o cuando pasamos de una etapa a otra en nuestro desarrollo personal o en nuestra responsabilidad laboral. Los ciclos están hechos de cambios –más visibles que aparentes– los cambios son la mejor expresión de que estamos vivos y de que seguimos luchando por ser más.

Los ciclos de la política electoral nacional, por su parte, nos han venido a insinuar, justo a finales de la llamada Semana Mayor, que la lucha contra la corrupción está fluyendo en nuestro país. Sin embargo, el escepticismo, la desconfianza y la incredulidad se han enseñoreado de tal forma entre nosotros, que tendremos que ver hechos más contundentes o sentir efectos más duraderos para que la esperanza se renueve realmente y no sea como una mera llamarada de un cirio que irrumpe en las tinieblas de la noche. ¡Luz, luz, luz eterna! clamaron muchas gargantas esa noche reciente de la liturgia Pascual, al igual que los ciudadanos clamamos por justicia y transparencia cada día más en nuestras instituciones. Y es que la luz de la civilidad, cuando se desprende de la ciencia, del conocimiento, o de políticas públicas confiables, pudiera hacernos sentir cercanos a la verdad de las cosas y los hechos. Luz, ciencia y verdad palabras convertidas en lema institucional que debería de orientar nuestras acciones cotidianas como universitarios frente a la sociedad yucateca en la que nos insertamos y a la que nos debemos.

Y hablando de escepticismos y esperanzas, en la universidad este año celebraremos la fundación del Instituto Literario del Estado, creado el 18 de julio de 1867: hace 150 años. Esta efeméride nos viene a alumbrar con una luz histórica especial por la importancia que tiene para la historia de la educación superior en Yucatán.

Esta institución de estudios superiores que funcionó siempre en el viejo edificio del Colegio de San Pedro, hoy edificio central y que fue precedida por la breve vida de un Colegio Civil Universitario, es producto de los grandes cambios que trajo la Reforma y el triunfo de la República a Yucatán, en la que se sumaron un conjunto de esfuerzos de una generación de intelectuales y educadores liberales. El ciclo de la educación en manos de la Iglesia, había terminado. Los cambios en la conformación del país y el incipiente desarrollo de las ciencias positivas exigían nuevas liturgias educativas: ¡A vino nuevo, odres nuevos!

Este fenómeno que se dio en las principales cabeceras regionales a lo largo y ancho del territorio nacional a través de los institutos científicos y literarios que se fueron creando, en Yucatán fue realizado por el general Manuel Cepeda Peraza quien expidió el Decreto No.3 de su administración referente a la fundación del Instituto Literario del Estado. Apoyados por él y por Eligio Ancona, su secretario de gobierno, un grupo de liberales visionarios trabajaron por su establecimiento, le hicieron su reglamento, le consiguieron sus maestros, lo proveyeron de los instrumentos y libros necesarios, así como velaron por una adecuada administración de sus recursos.

Esta aventura intelectual que se sostuvo por 55 años (1867-1922) y sirvió de cimiento sólido a la nueva Universidad Nacional del Sureste, le debe mucho a la generación integrada por Olegario Molina Solís, Gabriel Aznar Pérez, José Inés Novelo, Rita Cetina Gutiérrez, y muchos más, así como a los que les siguieron a través de distintas rondas generacionales y entre los que destacaron los primeros egresados: Antonio y Adolfo Cisneros Canto, Agustín Vadillo Cicero, Manuel Sales Cepeda, quien fue el que más tiempo duró al frente del Instituto y cuya huella imborrable ha sido reconocida por quienes le sucedieron en la palestra educativa. Cuando se repasa la historia del instituto y su ciclo de vida, se renueva la esperanza en la fuerza que puede llegar a tener la educación superior. Así aparece, al analizar la importancia que tuvo esta pléyade de profesionistas y educadores que con pocos recursos y en edades tempranas, lograron armar una institución de la que salieron generaciones de científicos, poetas, gobernantes y profesionistas de la moderna sociedad, todos ellos protagonistas de la construcción de la sociedad yucateca del siglo XX.

Algún día, este instituto también cerraría su ciclo y una nueva liturgia educativa se encargaría de brillar con luz nueva en el firmamento peninsular.

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