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José Luis Domínguez Castro
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Martes 16 de mayo, 2017


Hace 130 años, en la ciudad de Mérida se desató el pánico en torno al peligro que representaba la campana mayor de la Catedral y su posible caída, ya que se encontraba cuarteada, por lo que se buscó a alguien que pudiera calcular su peso y así ver si se podía reparar sin ser movida de su sitio. Se trataba de un asunto de orden público que preocupaba sobremanera no sólo a los devotos habitantes de la capital que se concentraban en el primer cuadro de la misma, sino a todos los transeúntes yucatecos que temían ser alcanzados por los efectos de algún derrumbe, tema que le quitaba el sueño al mismo gobernante.

Fue entonces que se pidió ayuda a los expertos del Instituto Literario (antecedente inmediato de nuestra actual Universidad) en cuyas aulas, situadas a escasas dos cuadras del aludido sitio, se preparaban los futuros abogados, médicos e ingenieros y en cuya escuela preparatoria se estudiaban las matemáticas y las leyes de la física con especial ahínco.

Así pues, se acudió al abogado e ingeniero Manuel Sales Cepeda, su director y reconocido mentor, a quien le confiaron analizar y solucionar el asunto. La confianza puesta en él no era gratuita, ya que se trataba de un hombre público muy respetado en la sociedad emeritense por su especial dedicación a la educación superior. Éste, no obstante ser matemático, decidió llamar a uno de los alumnos más aventajados y que por lo mismo llegó a ser maestro de aritmética razonada en la escuela preparatoria, no obstante no haber terminado sus estudios universitarios. Se trataba de Graciano Ricalde Gamboa, originario de Hoctún, en el partido de Izamal, quien además de destacar en las matemáticas se dio a conocer por su gran facilidad en enseñarlas, tal y como lo señalan muchos testimonios de la época.

Se dice que muchas tardes y noches se encerraron maestro y alumno en el local del viejo Colegio de San Pedro, auxiliados seguramente por algunos compañeros de este último, para hacer cálculos sobre la pizarra y diseñar hipótesis en el papel, a partir de lo que los conocimientos que la ciencia física del momento ofrecía y sobre todo, haciendo gala de sus habilidades a fin de calcular el peso exacto de la campana. Este problema se había convertido en un reto público para la institución del pensamiento.

Corrían los últimos años del siglo XIX y la sociedad yucateca ya había probado de las mieles de tener un Instituto Literario generador de una pléyade de escritores, poetas y educadores. Requería ahora demostrar el tino, la precisión y la exactitud de sus matemáticos, como también había saboreado antes de la pericia de médicos y abogados en sus respectivos campos del saber.

Así, de manos del director del Instituto, el gobernante en turno recibió los cálculos exactos del peso de la campana aludida, a fin de que éste procediera en consecuencia a efectuar la reparación necesaria, sin cambiarla de su lugar. propuesta que resultó exitosa para encontrar remedio al problema técnico que planteaba la campana de la primera catedral de América en tierra firme.

De esta manera se demostraba a la sociedad que lo que el erario invertía en el Instituto Literario, estaba justificado, y era capaz de dar respuestas expeditas ante las necesidades públicas planteadas por la sociedad.

Con el tiempo, el Instituto, fue envejeciendo, y ante los nuevos aires posrevolucionarios, la institución ubicada en la vieja casona de la calle 60 x 57, por la que pasaron ilustres yucatecos, cuando contaba ya con 55 años, cedió su lugar a la nueva Universidad Nacional del Sureste. Ésta recibiría a manera de herencia del “viejo abuelo” la reiterada misión de generar nuevos conocimientos para operar con eficacia y oportunidad ante una sociedad cambiante que poco a poco le iría planteando nuevos retos. A casi 100 años de dicha refundación, esta anécdota desprendida de la historia del Instituto y la emblemática figura de Manuel Sales Cepeda (sobrino de su creador, el general Manuel Cepeda Peraza, nos plantean la misma pregunta que siempre ha estado en el aire:

¿En qué le ayuda la universidad a la sociedad? ¿Para qué sirve la Universidad hoy día, habiendo tantos esfuerzos paralelos de orden público y privado? ¿Qué tanto hemos contribuido los universitarios a solucionar los problemas que la sociedad nos ha planteado?

Cada época podría responder con objetividad a dicha pregunta, cada generación de universitarios podría argumentar a favor o en contra del cumplimiento de la misión universitaria. Muchos centrarían la respuesta seguramente en la formación de cuadros que han ocupado los principales puestos públicos en los distintos niveles de gobierno con distintos enfoques ideológicos y desde distintas trincheras partidistas.

En tiempos más recientes, por ejemplo, recuerdo con agrado que en tiempos del rectorado del doctor Raúl Godoy, la Universidad jugó importante papel en el análisis y revisión de las tarifas eléctricas preferenciales para el sureste, demanda que varios sectores de la sociedad presentaron a la federación y que fue encabezada por el propio rector o las reuniones celebradas en el auditorio Cepeda Peraza para informar de los primeros intentos por defender las milpas y la apicultura de los campesinos yucatecos ante los embates de las grandes compañías trasnacionales cuando éstas empezaron a llegar a la península. Así, muchas veces la Universidad ha servido "para algo”. haciendo frente a las demandas colectivas y encabezando –o al menos acompañando y facilitando- a los otros sectores sociales la búsqueda de soluciones ante los problemas más agudos que la salud pública, el crecimiento urbano o la economía le presentan.

Es por eso que, a 150 años de la fundación del Instituto Literario que tanto aportó a la construcción del Yucatán del siglo XIX, me parece que la pregunta sigue en el aire, por lo que desde este espacio me permito proponérsela a los lectores: ¿Para qué sirve la Universidad?

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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