Que nos maten a todos

Tania Medina
Foto: Enrique Osorno
La Jornada Maya

Miércoles 17 de mayo, 2017

Javier Valdez Cárdenas dejó en mí una huella imborrable, sembró y contagió mi alma y mi corazón con su amor y pasión por el mejor oficio del mundo, por el oficio más letal de México.

Su cuerpo quedó en medio de la calle, como uno más de los miles que han corrido con la misma suerte en esta sucursal del infierno. Lo asesinaron a balazos, de una manera cobarde, como es común en este tipo de crímenes.

Javier Valdez Cárdenas, fue y seguirá siendo sinónimo del periodismo valiente, honesto y entregado. Era un hombre siempre dispuesto a hablar cuando se acudía a él, con una picardía y humor contagiosos; sus palabras eran capaces de ubicarnos en la realidad y, al mismo tiempo, reconfortarnos.

Víctima de una turbonada de violencia que cada vez toma más fuerza en un país donde, en el mejor de los casos, las autoridades permanecen ciegas, sordas y mudas; porque, para nuestro mal, son quienes muchas veces dan la orden de acabar con la vida de los que no se callan ante la injusticia, el dolor y la muerte de una nación que abona sus parcelas con cuerpos ocultos en fosas clandestinas.

Las letras del periodista se quedan como prueba de que no todos son cómplices del silencio. Doce balas bastaron para apagar su vida, pero no son suficientes para callar su palabra. Javier tuvo los huevos para dignificar a las víctimas de una guerra que se ha salido de control; ahora, se convirtió en una más.

Le arrancaron la vida a uno de los periodistas que se atrevió a hablar de un mal que carcome a la sociedad culichi y que se ha ido extendiendo por todo el país, pero también le arrancaron la vida a un esposo, a un padre; es ahora cuando lo escrito en sus libros se vuelve una triste realidad. ¡Pues, que nos maten a todos!

Sus obras son prueba indeleble de un hombre comprometido con su trabajo, su partida deja una consternación enorme, también deja miedo y dolor.

Hoy me siento huérfana, huérfana del narco; pero celebro su vida, su trabajo. En él describió al periodismo como “un acto de búsqueda, de esperanza, de apedrear estrellas, aún sabiendo que no vamos a tumbarlas; de avanzar hacia el firmamento, aunque cada vez se vea más lejos”. De pelear con las teclas, de contar historias de vida, en medio de la muerte.

En él, yo encontré refugio y consuelo en los días en donde los nubarrones surcaban mi cielo, cuando la desesperanza se apoderaba de mis letras, cuando no sabía cómo empezar una nota, tomar una decisión, siempre estuvo ahí para mí, para apoyarme; se convirtió en mi cómplice. Compartimos charlas, divagamos por un universo en donde nada de la suciedad del narcotráfico existía.

Agradezco haberte conocido y tus abrazos sinceros, llenos de calidez y de amor. Malhablado y sarcástico, como era, me pedía no bajar la voz durante aquel desayuno que compartimos, que mi voz siempre fuera fuerte, que le dijera no al silencio.

Para mí, este episodio era imaginable, recibí la noticia y los doce balazos, de algún modo, también me los dieron a mí, me atravesaron el alma y me dejaron una cicatriz, un dolor inmenso.

El río invisible número doce de Sinaloa lo he de llenar con las lágrimas que me deja tu ausencia. Condeno y repudio tu cobarde asesinato; maldigo las manos que accionaron el arma; pero, [i]Malayerba[/i], ¡nunca muere!

Quedan las raíces que se prolongaron como una enredadera, que ahora llora la partida de Javier, un [i]bato[/i] sencillo, humilde, sensible; era capaz de llevarte de la risa al llanto, ya no está más, pero se queda su sonrisa, su amor al periodismo, la luz que encendió en mí y en miles de personas que pudimos conocerlo y ser parte de un pedazo de su vida.

Te quedas conmigo. ¡Hasta siempre, Javier, morro querido!

[i]Mérida, Yucatán[/i]