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Giovana Jaspersen
Foto: Archivo / La Jornada
La Jornada Maya

Viernes 19 de mayo, 2017

"Para continuar con las políticas del canal 40 de traerles lo último en sangre y sesos, verán otra primicia: un intento de suicidio", estas fueron las últimas palabras de la reportera Christine Chubbuck antes de darse un tiro detrás de la oreja, todo, frente a las cámaras de su noticiero transmitiendo en vivo. Era 1974 y desde Florida se abrió un orificio para observar la perturbadora realidad de quienes viven y hacen a diario la noticia. Esos desconocidos que, según el imborrable discurso de Márquez, ejercen [i]el Mejor oficio del mundo[/i]. Los mismos que en últimos años han tenido que dejar de dar la noticia, al convertirse en ella, siendo la sangre y los sesos; a los que están matando.

Esta semana comenzó con 12 tiros y la pérdida de Javier Valdez, el mismo que hace semanas en respuesta a la muerte de su colega Miroslava Breach dijera “Que nos maten a todos, si esa es la condena de muerte por reportear este infierno. No al silencio”. Y con su muerte, éste, se rompió con el grito de todos sus colegas para exigir que esta cacería se detenga.

Pero en este país donde la sangre corre ya a caudales y la muerte se normaliza, el asesinato de un periodista y sus consecuentes denuncias parecen tener un sabor distinto. En el caso de otros sectores afectados por la violencia; hemos visto un fenómeno de acción civil, se han desatado marchas, letras e iniciativas de denuncia y protección. Sin embargo, ya con 100 nombres a cuestas y ninguna detención, los periodistas siguen solos; su comunidad siguen siendo ellos escribiendo por la sangre del colega y el silencio de un país inerte. Se acompañan de ellos, en una desgracia que parece aún no comprenderse como la de todos.

La causa probablemente sea la suma del anonimato y el desconocimiento, y con ello vuelve [i]Gabo[/i] a la mente diciendo “nadie que no la haya padecido puede imaginarse esa servidumbre que se alimenta de las imprevisiones de la vida. Nadie que no lo haya vivido puede concebir siquiera lo que es el pálpito sobrenatural de la noticia, el orgasmo de la primicia, la demolición moral del fracaso. Nadie que no haya nacido para eso y esté dispuesto a vivir sólo para eso podría persistir en un oficio tan incomprensible y voraz”. Nadie que no lo haya vivido puede imaginarse nada acerca de ellos ¿Por qué?

Porque en nuestro primer día laboral rondando los 20 años, nosotros no pisamos un cerebro al poner un pie fuera del auto de lo que fuera nuestro sitio de trabajo: la escena. Donde se conoce el olor de la sangre mezclada con desgracia y la frustración de tener la muerte fuera de foco, por no poder controlar el pulso, ni el llanto.

No sabemos quiénes son porque cuentan otras realidades, pero muy poco de la suya. No nos han contado de las horas de terapia necesarias para procesar este mundo que les escupe tantas realidades indigeribles. Ni en texto o imagen nos han confesado cómo por más profundo que sea su sueño una madrugada se corta de tajo con el lejano susurro de una sirena, que se mete en su cama y corre como un calambre desde la planta del pie hasta la cabeza, donde estalla haciéndolos saltar, salir, porque “algo pasó”. Y es que aquí siempre pasa algo, y tampoco lo sabríamos si ellos no nos lo contaran. Así como no sabemos de la amenaza escrita, al teléfono y a la cara por decir una verdad inconveniente, ni de sus implicaciones cuando regresan a casa y ven a sus hijos, estando sentados a la mesa entre la náusea del miedo y la culpa, por el riesgo y la desprotección. Esa misma culpa que los aleja de los suyos y los acerca a quienes la comparten por ser también periodistas, los hermana; como los hermana la barra con algún desconocido que como nosotros no sabe nada de lo que cargan sus ojos.

Para saber quiénes son y denunciar su muerte, habríamos de observar cuando vuelven después de una jornada y toman un baño tras otro, para descubrir entre jabón y lociones lo difícil que es lavar el olor a morgue, el que solo huelen ellos, que se tragan y creen que exudan. Tan fétido como el olor del delito, la impunidad, la corrupción, la injusticia y la miseria con las que se enfrentan a diario para convertirla en información para nosotros.

Esos que se juzgan de manipuladores o vendidos, de “chayoteros”, son los desconocidos que en muchas ocasiones viven de sueldos diminutos con riesgos insospechados. Los mismos que se meten al fuego o un tiroteo sin saber ellos mismos qué los mueve; sin quitarse nunca ese peso de la espalda, y que cargan solos, como sus muertes.

Están solos y los están matando y nosotros sin ellos nos quedamos sin ojos, oídos y juicio; desprotegidos como Javier manejando su coche a medio día, o como todos los demás que han sido silenciados. Las mujeres tuvieron que narrar el acoso y la violencia; nuestros pueblos levantar y unir sus voces desde la selva; la comunidad LGBT defender sus derechos; y los estudiantes el abuso, la violencia y el castigo. Hoy es urgente que nuestros periodistas hablen de la otra realidad, la suya. Tan urgente como es que nosotros salgamos a defenderlos, a ellos, su vida y familiares; como defendieron todos -hasta- con su vida nuestro derecho a la verdad y a la información.
Veamos que, con ellos, nos están matando.

[i]Mérida, Yucatán[/i]

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