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del

Carlos Bonfil
Foto: Letraese
La Jornada Maya

Lunes 29 de mayo, 2017

“Soy el nieto de un esclavo, y soy un escritor. Tendré que lidiar con esas dos condiciones”. En esa declaración suya a la prensa, el novelista y ensayista estadunidense afroamericano James Baldwin (1924-1987) podía haber añadido “También soy homosexual”, de no ser porque una de sus preocupaciones más recurrentes fue romper con toda etiqueta social que reforzara la creación y perpetuación de nuevos guetos.

Lo cierto es que en una época, los años cincuenta del siglo pasado, en que vivir en el clóset (la simulación y el autoengaño como estilos de vida o como estrategia de sobrevivencia), se había vuelto un imperativo para las minorías sexuales, el escritor nacido y educado en Harlem, Nueva York, y exiliado por voluntad propia a París y a Saint-Paul-de-Vence, al sur de Francia, donde terminaría sus días, había extraído de su temprana experiencia como paria sexual algo de la inspiración y buena parte de las herramientas para redactar sus primeras obras literarias. Su doble marginación como ciudadano afroamericano desprovisto de derechos civiles elementales y miembro de una minoría sexual sometida al diario escarnio de la homofobia, agudizó en el también antiguo ministro de una iglesia pentecostés, un vigoroso impulso de rebeldía que pronto le haría coincidir con las posturas radicales de los activistas políticos Malcolm X o Angela Davis, mismas que paulatinamente habría de matizar al frecuentar a escritores como el afroamericano Richard Wright, suerte de mentor ideológico suyo y autor del clásico libro [i]Native son[/i], de 1940, y a Martin Luther King, una influencia capital.

[b]Otras voces, otros ámbitos[/b]

Cuando en 1953, a los 29 años, Baldwin escribe su primera novela, [i]Go tell it on the mountain[/i] (Anda y dilo en la montaña), el éxito es fulgurante. No sólo se ve en ella reflejada, desde un título con resonancias bíblicas, su primera experiencia como predicador religioso, sino su propia infancia como hijo bastardo, su relación muy intensa con el padrastro de quien toma el apellido Baldwin, y, por una notable transposición literaria, su propia iniciación sexual, sublimada y discreta, pero emocionalmente avasalladora, en la relación amistosa que sostiene el joven protagonista, alter ego suyo, con un compañero de estudios, levemente mayor, que posee una clara vertiente homoerótica. Los críticos y los lectores reconocen la calidad de la prosa del afroamericano, pero celebran, sobre todo, en el contexto social muy conservador del momento, la maestría y el pudor con que el escritor revela su intimidad sin perturbar demasiado las convenciones morales de la época.

Baldwin es el cronista de los barrios olvidados y malsanos de la urbe neoyorkina, también quien mejor captura los ecos de su bohemia musical y artística. Es también la temprana conciencia de los derechos civiles de las minorías raciales que una década más tarde encenderá la ira y la revuelta en todo Harlem. Baldwin expresa, con voz magistral, las primeras notas de ese descontento. Lo que no es posible ya tolerar es una tiranía social y mediática empeñada en ridiculizar y deshumanizar a sectores muy amplios de la población estadunidense en virtud de sus orígenes raciales. Ser negro, ser homosexual, ser diferente, es verse privado de ese derecho a lo que Baldwin llama la “indiferencia positiva”, que no es otra cosa, según sus palabras, que la aspiración a perseguir un sueño propio sin ser molestado por los demás. La negación a tener ese sueño propio, diferente al impuesto por la mayoría blanca, es la clave del malestar expresado por Baldwin en estos términos: “Sentía vergüenza por mis orígenes, por mi vida en la Iglesia, por mi padre; vergüenza por el blues, por el jazz y, sobre todo, por la sandía. Por todos esos clichés y estereotipos que este país inflige a los negros, y según el cual todos los negros comemos sandía y nos pasamos la vida sin hacer nada, fuera de escuchar el blues y todo lo que lo acompaña… Yo había llegado al punto de esconderme detrás de una imagen de mí mismo que era totalmente fantástica, que no era mía, sino la que los blancos se habían hecho de mí”. (Extractos de una entrevista radiofónica de 1961).

[b]La próxima vez, el fuego[/b]

Pero el artista que es Baldwin posee, como un privilegio inalienable, la capacidad no sólo de recobrar la imagen propia, identidad hasta entonces confiscada, sino también la de crear en la página literaria imágenes muy distintas, para algunos perturbadoras, como las que propone en su segunda novela, El cuarto de Giovanni (1956). Los protagonistas de ese recuento, una vez más autobiográfico, son una pareja de hombres blancos; uno de ellos bisexual, el otro un amante homosexual desdeñado; y es la transposición muy libre de la experiencia que el propio Baldwin viviera en Francia al lado de un amante bisexual suizo.

Algunos críticos lo critican por hablar, desde su condición de escritor negro, de experiencias vividas por personajes blancos; otros consideran que la novela es obscena, no por la descripción de escenas eróticas (que es mínima, y sucede entre heterosexuales), sino por atreverse a colocar, en primer plano, un deseo homosexual que se asume sin rodeos. Lo que se toleraba en el muy brillante anglosajón y protestante Gore Vidal cuando escribe La ciudad y el pilar, en 1948, se ve ahora con abierta desconfianza, escatimándole méritos literarios, al negro homosexual James Baldwin. Incluso la estupenda escritora de novelas policiacas Patricia Highsmith, deberá esconderse detrás de un seudónimo cuando en 1952 pública El precio de la sal, una intensa historia de amor lésbico, mejor conocida ahora como Carol, a partir de su exitosa adaptación fílmica por Todd Haynes en 2015. Al agravio de escribir sobre amores homosexuales, se suma el escándalo de que los escritores sean negros o mujeres. Tiempo después, a ese prejuicio se le llamará también racismo sexual.

[b]El negro de los demás[/b]

Además de ser considerado un prosista extraordinario, ya desde 1963 a Baldwin se le reconoce como un infatigable luchador social. Su rostro figura en la portada de la revista [i]Time[/i], y de él se dice: “No existe otro escritor –blanco o negro—que exprese con intensidad y exasperación semejantes las oscuras realidades del fermento racial tanto en el Sur como en el Norte”. El autor de novelas tan importantes como [i]Otro país[/i] (1962) o [i]Dime cuánto hace que el tren se fue[/i] (1968), fue asimismo un ensayista provocador y mordaz. Son célebres sus colecciones de ensayos y relatos, [i]Notas de un hijo nativo[/i] (1953), [i]La próxima vez, el fuego[/i] (1963) o [i]Al encuentro del hombre[/i] (1965), y en todos ellos surgen las diversas facetas del luchador político antirracista marcado siempre por la impronta del disidente sexual plenamente asumido. Es esa suma de aciertos y contradicciones en la trayectoria personal, política y literaria de James Baldwin, lo que captura la película [i]No soy tu negro[/i], del haitiano Raoul Peck, aunque su estrategia consiste en ser fundamentalmente un documental sobre la palabra.

Abundan en él las entrevistas con el escritor, sus apariciones provocadoras en el show televisivo de Dick Cavett, sus comprometidos discursos académicos, y las relaciones de afectuosa complicidad combativa con tres líderes negros desaparecidos trágicamente: Martin Luther King, Jr., Medgar Evers y el muy radical Malcolm X, con cuyas tesis finalmente coincide luego de muchas polémicas y reticencias previas. Raoul Peck retoma las notas de un libro inconcluso suyo, Recuerda esta casa, y a partir de ahí elabora un análisis formidable de la manera en que el poder de los blancos –en la publicidad, la televisión y el cine– ha confiscado y vituperado la identidad del ciudadano negro, y también de la forma en que James Baldwin le restituye al fin su dignidad rebelde, hasta el día de hoy indoblegable.


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