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Rafael Robles de Benito
Foto: Reuters
La Jornada Maya

Miércoles 31 de mayo, 2017


Es un lugar común afirmar que las políticas públicas en nuestro país se encuentran profundamente sectorizadas. Se conciben como cotos de poder, y espacios de pugna por el presupuesto del erario. Cada dependencia de gobierno supone que ninguna otra debe intervenir en su área de competencia; lo mismo sucede entre los diferentes niveles de gobierno; es decir, el gobierno federal pretende que los estados nunca “usurpen sus facultades”, o invadan sus competencias.

También los presupuestos de egresos –que es lo que hace que una política lo sea en efecto, y se convierta en acciones concretas– se encuentran sectorizados, de modo que los dineros se encuentran en cajones estancos, y no pueden destinarse más que a lo que haya sido autorizado por el Congreso y la Secretaría de Hacienda y Crédito Público. Así, todo lo que suene a integración o transversalidad parece quedar atrapado en el vasto universo de las buenas intenciones y en el hondo pantano de los discursos.

Por otra parte, en buena medida animados por la FAO, los países de la región de América Latina y el Caribe se encuentran enfrascados en un esfuerzo por diseñar directrices para el establecimiento de políticas agroambientales, tendientes a establecer “sistemas productivos que aprovechen al máximo los recursos locales y la sinergia de los procesos a nivel de los agroecosistemas, para optimizar la integración entre la capacidad productiva, el uso y conservación de la biodiversidad y los recursos naturales, el equilibrio ecológico, la eficiencia económica y la justicia social”, según lo define la agencia internacional.

Así, pues, nos encontramos deliberando acerca del asunto agroambiental, y festejamos la firma de convenios de coordinación entre las dependencias encargadas de las políticas ambientales, y las responsables de la salvaguarda del patrimonio natural de la nación. Al mismo tiempo que nos sentamos alrededor de la mesa y hablamos de la necesidad de emprender una política agropecuaria y pesquera sustentable, vamos recortando los presupuestos destinados a la conservación de los recursos naturales y servicios ambientales, festejamos ser grandes productores de aguacate, moras, y biocombustibles, y arrasamos con las poblaciones de pepinos de mar, o cambiamos las selvas bajas y medianas del trópico nacional, por cultivos de soya transgénica.

¿Se trata de quedar bien “con dios y con el diablo”? ¿De seguir presumiendo de megadiversos, a la vez que nos transformamos en grandes productores de commodities que alimentan al Gargantúa que es el mercado mundial? ¿Somos adalides de la conservación y creamos nuevas áreas protegidas pero sin presupuesto, a la vez que favorecemos la producción en monocultivos a gran escala, mientras los pequeños productores tradicionales y agrobiodiversos contribuyen a incrementar los índices de pobreza y marginación?

Son demasiadas preguntas y sus respuestas parecen remotas y vagas. Pero también es un terreno de reflexión que nos obliga a discutir y a participar: aspirar a un modo agroambiental de producción implica cambiar nuestro modelo de país. Dejar de ser una nación esquizofrénica, que emite discursos por una vía, mientras actúa por la opuesta, es un reto formidable que nos reclama a todos, en el sentido más hondo del verso aquél de “un soldado en cada hijo…”.

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