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Cristina Pacheco
Foto: Luis Ojeda Godoy
La Jornada Maya

Domingo 11 de junio, 2017

En mi infancia no había cursos de verano ni talleres infantiles adónde ir durante las vacaciones. En esas temporadas los niños descansábamos de la escuela jugando en la calle desbordante de risas y advertencias: No se atraviesen. No se bajen de la banqueta. No anden tocando los timbres. No se peleen.

Nuestra área de acción se limitaba a los alrededores de la vecindad. Lo más lejos que se nos permitía ir era a la tienda del viudo a comprar dulces, la tahona donde nos regalaban pan frío y la casa de doña Julia quien, por diez centavos, nos permitía ver su tele en blanco y negro.

[b]II[/b]

Algunas mañanas, aprovechando un descuido de nuestras familias, nos escapábamos hasta la casa embrujada. Sigue en pie. Si me permitieran entrar a la escuela –que está en la misma cuadra, a unos metros de distancia–, desde el segundo piso podría ver los fresnos del jardín y la reja que aísla el patio trasero del resto de la construcción. Celerino, el cuidador, nunca nos permitió la entrada a esa zona. Debíamos conformarnos con mirar, a través del enrejado, algo de la piscina que había allí.

Inmensa, o al menos así nos lo parecía, estaba recubierta con diminutos mosaicos de colores. Era difícil aceptar que en aquella alberca tan agradable se hubieran ahogado las hijas gemelas del doctor Rosas, el dueño de la casa.

Cuando Celerino estaba de buenas, y sobrio, nos describía al personaje como un hombre muy rico que, a la muerte de sus hijas, se había ido de México dejándolo todo en manos de su sobrino, quien era también su apoderado.

A fin de mantener la casa limpia y protegida, el apoderado contrató sirvientes y cuidadores. Pese a que sus obligaciones eran mínimas y recibían la paga puntualmente, pronto renunciaban al trabajo argumentando que en la casa se oían ruidos extraños y risas infantiles.

Esos rumores circulaban por el barrio, pero nadie tenía tiempo de creer en fantasmas o aparecidos cuando lo más importante era sobrevivir a las dificultades económicas y defenderse de los vivillos: así nombrábamos a los muchachos que se volvían rateros o alcohólicos.

[b]III[/b]

Celerino era el velador que había durado más tiempo en la casa embrujada –quizá porque era medio sordo y algo borracho–, tanto que acabó viviendo en ella. Siempre vestía overol. Cuando le lloraban los ojos –según él por el triste recuerdo de su difunta Margarita– sacaba de la bolsa trasera una botellita de aguardiente, bebía para olvidar y, moqueando, regresaba a sus deberes. Mientras, mis amigos y yo jugábamos en el jardín agreste, hacíamos competencias de carreras en los pasillos de la casa o saltábamos de cojito en la escalera sin preocuparnos de rumores ni sombras.

Ya cansados, nos dedicábamos a recorrer la casa donde todas las puertas estaban cerradas con llave. Algunas tenían cristales biselados y por allí veíamos los muebles cubiertos con sábanas blancas y los elegantes candiles bañados por los rayos de sol que se filtraban por las cortinas drapeadas.

[b]IV[/b]

Una mañana, a Horacio, el hijo de un obrero quemado y deforme, se le ocurrió que probáramos a ver si todos los cuartos estaban cerrados. Por turno, giramos las hermosas perillas metálicas hasta que al fin una cedió. Sin dudarlo, empujamos la puerta y entramos al que debía ser el cuarto de las gemelas.

Las ventanas eran muy altas y redondas; había dos roperos empotrados, dos camitas con dosel, dos sillones con asiento de terciopelo y dos tocadores con lunas ovaladas donde aún estaban cepillos y frascos. En una pared había grandes cuadros con las letras del alfabeto bordadas y figuras de los objetos cuyos nombres empezaban con cada una: A: árbol, abanico. B: banco, brazo. C: casa, corazón. D...

Las otras paredes estaban recubiertas por un papel tapiz bello como un encaje y de colores tenues. El diseño consistía en un jardín intrincado y dos niñas de espaldas, con los brazos en alto, como si esperaran que cayera un fruto del árbol que les daba sombra. Algo especial debía tener la escena porque nos quedamos un buen rato mirándola.

De pronto oímos pasos en el corredor. Supusimos que era Celerino. De encontrarnos allí, nos prohibiría volver a la casa, así que abandonamos rápidamente la habitación. Al cerrar la puerta escuchamos risas y voces. No entendí lo que decían, ni creo que mis amigos lo hayan hecho. Estábamos asustados, y más cuando vimos a Celerino dormitando en el mismo sitio donde, minutos antes, lo habíamos dejado. Si no eran suyos los pasos que acabábamos de escuchar, entonces, ¿de quién? Imposible saberlo. En el camino de regreso a la vecindad decidimos mantener en secreto lo ocurrido.

Durante el resto de aquellas vacaciones pudimos escaparnos otras veces a la casa embrujada, pero ya nunca logramos entrar al cuarto de las niñas: estaba cerrado. Ese obstáculo sólo avivó nuestra curiosidad: así como quien oye los rumores del mar en una caracola, acercando el oído al pestillo podíamos percibir, aunque lejanas, voces y risas infantiles.


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