de

del

Texto y foto: Kálmán Verebélyi
La Jornada Maya

Martes 11 de julio, 2017


“Hubiera venido ayer, estuvo un grupo de niños con sus papás y cómo disfrutaban estos a los coches. Todos querían subirse a la cabina de Continental, a la Harley Davidson, al go-cart; pasamos un buen rato agradable. Dijeron volver a venir”, dice don José Ham Gunam en el Museo de Automóviles que lleva su nombre cuando me presento para seguir la plática de sus 80 años de memoria de vida. Le sugiero que comencemos con los gobernadores, de los que hasta la fecha debió conocer a 13.

“Desde chamaco los conocí. Eran amigos de mi papá. Recuerdo a Héctor Pérez Martínez, no lo traté; era yo muy chico. Con el primero que me involucré fue Manuel López Hernández. No lo quise porque no me patrocinó en las carreras panamericanas. Pero eso sí, tenía la mano pegajosa. Amasó una fortuna. Se fue a Cuba con todo y dinero y puso un hotel de mala fama. Cuando Fidel entró a la La Habana en 1959, salió huyendo. Llegó a Campeche pobre, con una mano adelante y la otra atrás. Le dieron una chambita en Hacienda para que no se muriera de hambre”, comenta don José. No tengo que insistir en que siga hablando: como caudal crecido de río salen las palabras de su boca.

“El mejor gobernador de todos los tiempos fue José Ortiz Ávila. Era de Hecelchakán. Era muy accesible, podías tratarlo en la calle, no tenías que pedir audiencia. Ortiz Ávila recorría las calles solo, no como otros que se rodean de guaruras. No, él iba para supervisar los trabajos. Si veía que alguien comenzaba a construir, le preguntaba: ¿cuánto tiempo? Un mes, le decían, por ejemplo. Entonces puso un letrero: 30 días. Al día siguiente regresaba y el letrero ya tenía el número 29. Era muy exigente y derecho. Decía que en el gobierno él no tenía parientes. Hasta a su hermano metió preso por tirar el perro de la Alameda. Iba manejando borracho el señor”, recuerda.

Don José Ham conoció a los gobernadores, a gente pudiente de Campeche, quienes llevaban sus coches a su taller de reparación de automóviles. Comenzó como mecánico con su Abraham de nombre y apellido, después de dejar las carreras de autos. A los dos años, teniendo unos 25-26, se independizó y puso su primer taller en San Martín. A poco tiempo ya le quedaba chico, se trasladó a la Alameda con varios trabajadores que lo seguían desde el taller de Abraham Abraham.

“El Negro Sansores tenía un Buick negro. Me lo traía para checarlo, ajustarlo. Le gustaba mi taller que era muy amplio; ya había comprado el terreno de al lado de Córdoba. Allí tenía maquinaria, gruas, lava coches. El taller estaba detrás del Seguro Social. Lugar céntrico, de fácil acceso a los clientes. No sabía que Sansores estaba adquiriendo las quintas que estaban a su alrededor. Le echó ojo al mío. Sansores era muy justo con sus familiares, pero nefasto con los otros, y peor con sus enemigos. Conocí bien a su familia, vivían cerca. Eran una familia de varios hijos, con muchos problemas. A su hijo Miguel se lo llevaron las drogas, al otro el alcohol. A Layda la metió en el manicomio dos veces. Por loca”, dice don José.

“Sansores aprovechó para echarme que yo no estuviera en Campeche. Estuve criando a dos sobrinos míos en Estados Unidos. Primero se les murió el papá, luego la mamá. Fui con los huérfanos porque mi papá nos decía que el hermano que no tuviera hijos, tenía que adoptar a uno de alguno de sus hermanos. Yo no estaba casado, nunca me casé. Tenía amantes, queridas. Siempre tenía una maleta chica preparada con ropa para irme para cuando me entrara la inquietud de seguir buscando, experimentando. Estuve con estos sobrinos hasta que crecieron, fueron seis, siete años”, comenta.

“Regresando de Estados Unidos me encuentro con el problema de Sansores. Él estaba extendiendo su imperio por la avenida Central. Hasta la plaza de toros desapareció de un día al otro. Estaba hecha de pura caoba. Por razones de salud pública me echaron de la Alameda. Me dijeron que me iban a indemnizar, aparte del terreno que me dieron fuera de la mancha urbana. Es éste, donde estamos. Era un hoyo profundo junto a la avenida que Ortíz Ávila mandó a hacer. Tenía que rellenarlo hasta quedar a nivel de la calle”, comenta y agrega que la indemnización no llegaba. "Fui al Palacio, mes tras mes, Sansores nunca me recibió. Un día, como dos años después, me cansé y me dije: hoy voy a ver al Negro. Me planté esperando que llegase. Subió en el elevador que acababan de instalar. El que lo manejaba me dio el pitazo. Le di una gratificación. Llegando a sus oficinas, uno de sus achichincles se me plantó, no quiso dejarme pasar. Yo estaba decidido hablar con el Negro. Superé al achichincle. Cuando entré y le reclamé a Sansores, éste riendo me dijo que no había dinero.

“Yo soy una persona buena, pacífica, pero cuando se me sube a la cabeza, soy terrible. Le menté, le requetementé toda su parentela a Sansores. Me mandó encerrar. Estuve una horas en la Judicial. El cargo fue falta de respeto a la autoridad. Mi papá intervino. Fue Arceo quien me sacó diciéndome que no le siguiera, que no intentara sacar el conflicto en los periódicos. Quería hacerlo, pero mi papá me dijo qué caso tiene, él es gobernador hoy, mañana quién sabe qué será. Y así fue. Sansores quiso ser presidente, dejó la gubernatura antes de tiempo. No lo escogieron. Tal vez por eso le dio la enfermedad y quedó con la cara chueca”. Iba a decir “justicia divina”, pero don José se me adelantó, y dijo que ya dejáramos de hablar de los gobernadores. “Son iguales”, afirma, y su rostro que durante la mayor parte de la plática estaba sonriente o sereno, se tornó en dolido.

De repente no sabía cómo y por dónde continuar y dije uno de los lugares comunes más comunes: “Suele pasar”.

“Sabes que vivo entre Campeche y Yuma, Arizona. Pero cada vez que vengo a casa más distanciado me siento. Éste ya no es el Campeche de antes. Cuando decían campechano, se referían a gente honrada, de buen humor, jovial. Esto ya no existe. Veo a los jóvenes cómo hablan con sus padres, las mujeres vociferan, los varones amenazan. Se ha perdido la campechaneidad. Hay mucha envidia, el vecino te delata, el albañil terminando la jornada te roba. Aquí mismo, en el museo, tuve a un joven para limpiar, para cuidar las cosas. Tuve que despedirlo. Su tarea no la hacía, pero eso sí se llevó un audífono caro, y otras cosas pequeñas”. La voz de don José cada vez es más amarga. “Me iré a Yuma, allí sólo tengo amigos, gente buena. Allí me siento mejor. Y voy a construir El Apocalipsis. Sabrá, como los cuatro caballos del Apocalipsis, andar en tierra, en el agua, en el aire”.

Miro a don José admirado: un inventor que busca las adversidades, los problemas para resolverlos, para distinguirse de los demás.


Lo más reciente

Los Azulejos vencen a los Yanquis, que sufren derrotas consecutivas

El mexicano Alejandro Kirk se embasó tres veces

Ap

Los Azulejos vencen a los Yanquis, que sufren derrotas consecutivas

París quiere seducir al mundo durante los Juegos Olímpicos

La justa en la 'Ciudad Luz' promete generar un impacto social positivo

Ap

París quiere seducir al mundo durante los Juegos Olímpicos

Cerrarán prisión de mujeres en California donde se revelaron abusos sexuales a reclusas

Una investigación periodística reveló múltiples atropellos cometidos por guardias

Ap

Cerrarán prisión de mujeres en California donde se revelaron abusos sexuales a reclusas

Posiciones y líderes de la Liga Mexicana de Beisbol

Este reporte no incluye el duelo Tigres-Diablos

La Jornada Maya

Posiciones y líderes de la Liga Mexicana de Beisbol