de

del

Rafael Robles de Benito
Foto tomada de la web
La Jornada Maya


[i]Para Mayra Robles y Mónica Chávez[/i]


Los mayas peninsulares se apropiaron de manera soberbia del karst de la región, que no es más que ese conjunto de rocas calizas que conforman la península de Yucatán, entre otras regiones del mundo. Desde luego, no son todas iguales, ni sirven a los hombres para los mismos propósitos. Las hay más duras, o más, quebradizas, más o menos llenas de exoesqueletos fósiles de moluscos diversos, u originadas por la actividad de masivas colonias de corales. El punto es que todas ellas, con sus diferentes características estructurales y fisicoquímicas, conforman el sustrato de nuestra región.

De la apropiación que hicieron los mayas de este sustrato rocoso surgieron las obras de ingeniería y arquitectura de las que hoy conservamos los restos más espectaculares, y también los caminos que comunicaban unas comunidades con otras, los proverbiales “caminos blancos”, los sacbé. Así, el desarrollo de las comunidades de la península de Yucatán ha dependido en buena medida, desde antes de la llegada de los españoles, de la extracción de materiales de la matriz rocosa que la constituye.

Pero unos cuantos siglos después, se impuso otro modelo de desarrollo: uno que dejaba de lado nuestra pertenencia a la naturaleza, para convertirla en “lo otro” a dominar, una visión cristiana, ajena al “paganismo” maya. Entonces, el entorno se convirtió en algo que estaba puesto ahí, al servicio de las comunidades humanas, de sus expectativas y sus ambiciones. No es que antes no se extrajera piedra, o se produjera cal. Es un asunto de escala: ya no se trata de proveer a la comunidad de sus requerimientos de materiales para construir refugios, caminos u obras de arte. Se trata entonces de mandar al mercado lo que se pueda extraer del ambiente. Y el mercado está frecuentemente fuera del alcance de nuestro paisaje, de los que vemos como nuestro entorno.

De entonces a la fecha, hemos estado metiendo al mercado pedazos, no solamente de nuestro paisaje, sino de la roca que lo sostiene. En una visión hinduista del mundo, estaríamos rompiendo pedazos de la concha de la gran tortuga que lo sostiene, para convertirlos en dinero. Pero está de por medio, en esta analogía, además la sangre de la tortuga: el agua. Cada vez que se abre una sascabera en la península, se abre una herida en sus estructuras fundamentales y se acerca el subsuelo al agua del mar.

Buena parte del material que se utiliza en la península de Yucatán para la construcción de obra pública, para la fabricación de cal para el mercado nacional, para la elaboración de cemento o, incluso, para la comercialización de piedra (para cimientos, albarradas u otros requerimientos de la ingeniería occidental), se obtiene haciendo huecos en las porciones del territorio de la región donde los alcaldes ven una ventaja económica; porque son ellos los facultados para determinar qué se hace con los materiales pétreos no minerales de su del territorio sujeto a su jurisdicción.

¿Sabemos qué pasa con la extracción de materiales pétreos en nuestra región? ¿Sabemos realmente cuál es el impacto de la apertura de un banco de materiales en un sitio determinado? ¿Sabemos lo que sucede cuando este sitio se abandona, y en qué se destina? Desde lo que pasa en Calica, en Quintana Roo, y que se ve desde cualquier satélite, hasta lo que sucede en el más humilde banco de materiales que un pequeño municipio (o ejido) de Yucatán, que autoriza la utilización de su subsuelo para la construcción de un camino, sabemos muy poco acerca de lo que sucederá, a partir de que deje de ser utilizado.

Quién sabe qué pasará con la calidad o con el acceso al agua. Quién sabe qué pasará con la conectividad entre ecosistemas, quién sabe, en fin, qué pasará con la estructura misma de la península, en un escenario de cambio climático global, en el que suponemos que el nivel del mar crecerá. ¿Sumergirá las sacaberas, y las convertirá en laguna? ¿Y qué haremos con ellas? El criterio precautorio sigue perdido en el discurso.


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