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del

Tabacón B. Linus
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Miércoles 12 de julio, 2017


Las mujeres yucatecas están más seguras en la calle que en sus casas. Esa frase, que no es nuestra, es escalofriante, pero cierta. De las más de 200 mil mujeres que sufren violencia de género en Yucatán -algo equivalente a más del doble de la población total del municipio de Valladolid- la mayoría la sufre en sus hogares y de manos de sus parejas, esposos y familiares.

En el estado con la menor tasas de homicidios del país, cuando una mujer es atacada fatalmente en la calle, es casi siempre porque alguien de su círculo familiar o privado, muchas veces íntimo, la alcanzó en el espacio público. La nuestra es una violencia de género hecha en casa.

Y esa violencia se nota en muchos lados. En la clásica reunión social en la que vemos a los hombres irse por un lado y las mujeres por el otro; ellos a hablar de negocios y ellas a cosas de mujeres. Como si ellos fueran más inteligentes o interesantes. Esa violencia la vemos en padres que exigen menos de sus hijas en la escuela y en la vida.

Una violencia que atraviesa todos los estratos sociales y se perpetúa en los más altos: no vemos a muchos empresarios y emprendedores convertir a sus hijas en herederas y futuras capitanas de empresa, como sí lo harían con sus hijos y parientes hombres.

La violencia de género es como la heladez: se nos mete hasta los huesos culturales y de convención social; a veces quienes la encabezan son las propias mujeres educando con valores desiguales a la próxima generación que, casi siempre, es su responsabilidad criar.

Recuerdo casi con escalofríos a mamás privilegiadas decirles a otras progenitoras “pobrecita, tú trabajas”, como si eso fuera un sacrificio, la hiciera menos o demostrara que su matrimonio no fue tan acertado. La mujer que se autoconvierte en trofeo, porque eso -violentamente- le enseñaron.

No, hoy no hay feminicidio obvio en el estado. El homicidio en Yucatán no tiene un acento de género. La mayoría de las muertes dolosas sigue siendo de hombres, en una tasa de más de tres a una.

Los asesinatos de hombres o mujeres son horribles, pero más vidas se pierden, simbólicamente, en la falta de oportunidades en la academia, en la dirección de empresas, en la absoluta minoría y, a veces, ausencia total de mujeres en los mandos públicos superiores. Esa es una tragedia menos espectacular y sangrienta, pero que, de manera sorda trunca, rompe y descarta a la mujer en el estado.


Y las cosas se ponen peor cuando a la violencia de género en Yucatán se le sazona con la discriminación racial y étnica, los bajos ingresos y la aún más baja escolaridad. El estado avanza, pero ese avance no se distribuye igual entre hombres y mujeres. Unos avanzan, otras -muchas- se quedan atrás, violentamente transformadas en accesorios.

En público tenemos los primeros congresos feministas en la historia del país, dos gobernadoras, medallas y heroínas; en privado, un quinto de las mujeres, un décimo de la población total de Yucatán, vive en la violencia oscura de eras que ya pasaron, pero se niegan a irse. Absurdos.

(Ya es julio, me voy con mi familia a tomar por asalto las vacaciones. Nos vemos en agosto).

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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