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Giovana Jaspersen
Foto: Fernando Eloy
La Jornada Maya

Viernes 14 de julio, 2017

Vivo en un lugar donde el paraíso se encuentra siempre a menos de 100 kilómetros de distancia, en cualquier dirección que se tome y desde cualquier punto. Se llega por carreteras planas con rectas enormes, sin líneas que limiten la vista u horizonte; el cielo del sitio donde habito parece ser siempre más grande y tiene la cromática más diversa y contrastante que muchos hayamos visto. En los trayectos llueve sólo cuando se pasa por debajo de una nube, por lo que unos metros después el asfalto puede estar perfectamente seco, los arcos en el cielo no son extraordinarios y los juegos de luces y agua son remedio visual para cualquier cosa. En el sitio donde vivo, el agua nos ha curado, verde, azul, calma o bravía, debajo del suelo o en la superficie.

Los camellones que dividen las calles del sitio donde habito están alfombrados; son rojos y amarillos durante el verano y violáceos y rosados en primavera. En él, aún estando en la avenida más transitada y en un espacio cerrado se escuchan las aves; y en un momento justo de la tarde, su grito enardecido es aviso de la jornada que termina. En el sitio que habito el clima es pretexto de charla, actividad y recreo, tanto como la gastronomía.

Es un sitio donde las personas se conocen de siempre y tejen árboles genealógicos inmediatos al mencionar un nombre con su apellido. Acá, a los padres de los amigos se les dice tíos, son relaciones que duran toda la vida y se alimentan. Todos son familia y se es parte de todas.

Habito en un sitio de puertas y ventanas abiertas, donde las personas no dudan en bajar de su auto y dejarlo encendido mientras se alejan y distraen por minutos con alguna diligencia. Aquí, la cuadrilla de seguridad más importante por generaciones han sido los aluxes, que a pequeños silbidos de “mal viento” nos han mostrado todo lo que debemos saber acerca del respeto por lo ajeno. Así, en este lugar, cuando encuentran un billete dentro de un pantalón en la lavandería, lo devuelven en una bolsa pequeña engrapado a la nota cuando la ropa es entregada, sin mencionarlo siquiera.

Vivo en el lugar en donde por primera vez anduve sin miedo, donde las personas se detienen a ayudar al otro y si ven que alguien carga pueden desviarse lo necesario para evitar su fatiga acercándolo a su destino. Muchos dicen que aquí no pasa nada, y así nos gusta, la calma es elemento de identidad y las pláticas pausadas. Se toman siestas y el tiempo de las noches calurosas se mide con hamaca y no con el segundero. La prisa no existe, tampoco se necesita. El que “no pase nada” nos lo enseña todo.

Vivo en un lugar donde todo parece ser distinto, hay quien dice que se trata incluso de otro planeta. En él, las cosas más complejas se simplifican y suceden; y las más simples, mutan irreconocibles para devorarnos. No se dice que no, lo imposible, es más bien complicado.

Si bien, en el sitio donde vivo, la pobreza y desigualdad son iguales a las de todo el país, no lo es la miseria. Es un sitio donde la dignidad llega desde la milpa hasta el traspatio.

Yo vivo en un lugar en donde no nací, donde soy y seré migrante y no busco ocultarlo; al contrario, lo agradezco tanto como el poder habitarlo. Ojalá que esta condición me deje siempre distinguir y defender sus diferencias, pues de (en) ellas vivo.

Yo vivo en un sitio que espero que nunca se parezca a ningún otro, que así sea.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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