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Giovana Jaspersen
Foto: INAH
La Jornada Maya

Viernes 28 de julio, 2017


[i]Llama a las flores, y llama a los guerreros. Allí empieza…[/i]
[i]Eso pedirá de una vez a todos. De flores es su vestido, de flores[/i]
[i]su cara, de flores sus zapatos, de flores su cabeza, de flores su[/i]
[i]caminar (…) Así sus hombres, sus mujeres, sus[/i]
[i]príncipes, su justicia, sus prelados, sus cristianos, sus maestros,[/i]
[i]sus grandes, sus pequeños.[/i]
Chilam Balam


La memoria de nuestra especie resulta del encuentro entre lo biológico y lo cultural; amalgama inseparable en la que descansa la forma en la que comprendemos, expresamos y construimos el mundo, y de cómo nuestro mundo nos construye. En el caso de México este espacio de encuentro es florido y coloreado, su diversidad no es sólo cromática o formal, sino también simbólica.

En tiempos prehispánicos las flores fueron lujo, anhelo y deseo de ornamento: la riqueza de hombres y mujeres en la tierra, según León-Portilla. No sólo tenían una relación directa con la divinidad, los ciclos de la tierra y el poder, sino que también fueron objeto de estudio, observación y registro. Los dos primeros jardines botánicos de América estuvieron en nuestro país en el siglo XV; uno construido en Texcoco por Nezahualcóyotl y otro en Oaxtepec por Moctezuma. Y si bien, su relevancia como espacios de conservación de las especies resalta, no debe dejarse de lado también su preeminencia como espacio destinado a la salud y la ciencia, por las propiedades medicinales de las diversas especies.

Las flores han sido siempre útiles, desde los tiempos más tempranos fueron sanación y alimento del cuerpo y el alma de los pueblos. La poesía se dedicó tanto a ellas como a las aves y las piedras, pero las letras no sólo fueron poéticas sino también descriptivas con una vocación de inminente sistematización del saber. El Códice de la Cruz Badiano es probablemente uno de los textos más interesantes en relación a ello, de una riqueza estética y documental absoluta, pasó del náhuatl nativo al latín culto sin pasar por el castellano, lo que cuenta mucho del valor que se dio a las flores al encontrarse la cultura europea y la de los pueblos originarios.

Así, cuando Sahagún en su [i]Historia general de las cosas de la Nueva España[/i] describe las flores nativas, estaba modelando en realidad nuestro patrimonio biocultural, con sus fiestas, alimento, bebida y ceremonia; tan fundamental como los colores, olores y formas de cada flor y cómo éstas hablaban de los naturales. Tal vez por su profundidad identitaria durante los primeros años del virreinato, en el arte indocristiano, las flores fueron depositarias del secreto indígena, en ellas se reflejaba el sincretismo cultural como una defensa de lo que ya nos era propio y no era modificable ni conquistable; las flores fueron espacio de lucha y resistencia simbólica frente a la conquista cultural.

Como podemos ver, en México las flores siempre han hablado; por su abundancia, uso y diversidad son símbolos que narran a los ancestros, atavío de la fiesta, pretexto del arte y la literatura, metáfora de la vida, y ofrenda de muertos; paisaje, tradición, alimento, vestido y sentir. Están tan arraigadas que poco nos detenemos a observarlas desde su trascendencia cultural.

Ahora bien, si a pesar de todo esto creemos que las flores habitan en lo femenino y que podemos hacer de ellas un elemento de género, es porque estamos cegados frente al espejo. Están en la autobiografía de todos nosotros desde el nacimiento hasta la muerte, y son elemento clave de nuestro patrimonio biocultural.

El que en español Flor sea un sustantivo femenino que por siglos se ha aderezado con la tradición católica y romántica europea, es un ajuar que no nos horma y nos deja negando nuestra historia profunda desde lo superficial. Es momento de volver a la semilla, de re-aprender desde todas las lenguas mayas que flor es siempre sustantivo neutro, no uno que alterna entre lo masculino y lo femenino, sino suma y síntesis, producto de ambos, dual como todos nosotros.

Siempre, re-construir una historia y relación implica su re-visión, para ello –y tomando prestadas las palabras de Netzahualcóyotl en su monólogo- “ya llegaron aquí las flores en ramillete: son flores de placer que se esparcen, llueven y se entrelazan, diversas flores”. El “ya” es ahora y el “aquí” es Mérida y en ella viven las flores de todos los tiempos, hoy alojadas en el Palacio Cantón en la exposición [i]La flor en la cultura mexicana[/i]. No se trata de una exposición de arqueología, antropología, etnología, arte o botánica, sino de un espacio de diálogo en el que todos los saberes se tejen en la representación y el registro del patrimonio biocultural, en los diferentes tiempos y rincones del territorio nacional. Por ello, la exposición, es susurro constante desde la tierra y sus frutos, muestra de que en la diferencia y diversidad de la utópica identidad nacional existen puntos de encuentro. Lo que tenemos en común es siempre canal pacificador y en nuestros tiempos eso no es poca cosa por lo que la muestra es imperdible.


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