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José Juan Cervera
La Jornada Maya

Martes 8 de agosto, 2017

Es difícil negar la legitimidad del sitio que Louis Ferdinand Céline ocupa entre los autores canónicos del siglo XX. A pesar de la incorrección política y de las simpatías incómodas que se le han reprochado, su obra resume la fuerza que se impone y perdura gracias a su calidad estética y a su expresión sincera y perturbadora, que refleja las agudas crisis del mundo occidental y el malestar que en consecuencia oprime a los individuos hasta desquiciarlos.

[i]Viaje al fin de la noche[/i] (1932) es una de las novelas que aprueban el juicio histórico de la apreciación literaria, al grado de demandar indispensables relecturas, porque su significado es inagotable. En ella, su autor aplica con destreza la alquimia del lenguaje, la cual torna sustancia palpable el ahogo existencial que constituye su atmósfera. Postula el predominio de la desdicha en la experiencia humana, a cuya vera brota una profusión de caracteres estériles, decadentes y rapaces. Expone una versión degradada de la civilización, pródiga en bajezas y perturbaciones. Es así como la guerra se erige en el gran acontecimiento revelador de las más íntimas fibras del espíritu, fuente de tormentos y resignaciones. Con ella, el señuelo del patriotismo es propicio para encauzar la energía social sin mengua de la utilidad institucional, cuantificable en el provecho de los privilegiados de siempre.

En la misma medida que supera su perplejidad inicial, Ferdinand Bardamu, el protagonista, se vuelve hábil en amoldarse a las expectativas que crea en torno suyo la estulticia ajena, accediendo a un recurso de supervivencia en medio de la encarnizada batalla de la complacencia egoísta. En medio de la ronda implacable de apetitos y vanidades pueriles, aún logra hallar una categoría especial de sujetos que tejen, con su callado altruismo y su generosidad incondicional, motivos para no aborrecer la convivencia en un páramo de común desaliento. A su vez, quedan momentos para reflexionar sobre el desvanecimiento de las figuras que han poblado nuestro pasado: seres y cosas, afectos y encuentros, pasiones que algunas vez tuvieron algún valor y vínculos que definieron rumbos y consumieron impulsos, engulleron anhelos de plenitud y se perdieron por fin en el limbo de la indiferencia.

Uno de los más grandes problemas de la humanidad no es la falta de amor sino el estancamiento de éste en las voluntades individuales, el llevarlo en las entrañas y no removerlo, impedir su circulación y dejar de ventilarlo. En cambio, la firme adherencia de los apegos impide mirar más allá del condicionamiento ritual y de las acciones que se agotan en el minúsculo altar de la trivialidad masificada. “Uno acaba por contentarse con cualquier cosa, con lo poco que la vida tiene a bien dejarnos como consuelo”.

Esta misma preocupación por escudriñar el sentido fundamental de los valores afectivos, conduce a Bardamu a formularse múltiples preguntas, florecidas en un campo de reminiscencias e introspección. Su intensidad toca la cercanía física que no se traduce forzosamente en una justa comprensión del prójimo. Significativo es el hecho de tener durante mucho tiempo a nuestro lado a personas con quienes se comparte la vida, sin indagar sus inquietudes profundas y sin desentrañar el núcleo esencial de sus palabras. Y luego sólo queda la confusa suposición de lo que no fue atendido. Sin embargo, ¿cuánto de lo que nos trajeron ellos se integró a nosotros, acompañó nuestro crecimiento e hizo fluir experiencias nuevas?

A partir de su inconformidad, un enfoque autoritario tendería a desacreditar a Céline como si representara un desafiante caso clínico, un transgresor de la moral más rancia, un delincuente de las letras y un sanguinario profanador del pensamiento uniforme; en suma, una pluma que condensa todas las abominaciones del alma, sujeto de reprobación absoluta y categórica, sin matices que atenúen su condena.

No obstante, el novelista francés demuestra una sensibilidad con tal poder de penetración que no sólo atraviesa las puertas desvencijadas del apoltronamiento burgués, sino también los flancos irregulares de sus muros desquiciantes y la solidez de sus corazas, invadidas de herrumbre y olvido. En el territorio de los desposeídos tampoco se despliegan escenas idílicas. Basta presenciar la vida familiar del vecindario para despertar los horrores del abuso y las injurias, la imposición sobre los débiles y el rugido de la inconsciencia viciosa. El fracaso, la crueldad, la miseria y la fatalidad exigen tributo sin hacer concesiones.

Es simbólica la huida constante de Bardamu, su desplazamiento pertinaz sin más rumbo que el de nutrir una vida interior insatisfecha del cómodo expediente de acatar normas sin justificación racional y emotiva, actitud que despierta suspicacias y socava uniones convencionales. Hacia esta dirección se extiende el punto más hondo y revelador de la noche, al que pocos están dispuestos a llegar porque acarrea el vértigo devorador del infortunio. Y éste puede liberar potencias domeñadas en el lado menos oscuro de la travesía mundana.

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