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Felipe Escalante Tió
Foto: La Jornada / Carlos Cisneros
La Jornada Maya

Miércoles 9 de agosto, 2017

Eran un par de tomos, relativamente delgados a comparación de los otros volúmenes encuadernados de historietas que mi tía guardaba en un viejo gabinete de madera. Tendría yo unos 10 años cuando me animé a tomarlas y leer Los Agachados, de los que recuerdo un número sobre la Coca Cola y otro acerca de los hippies. Ese fue mi primer contacto con Rius. Como muchos otros, había encontrado en sus trazos y violentas interacciones entre textos, recortes sacados de contexto y personajes como Reuter Nopaltzin, don Céfiro y el profe Gumaro, mis primeras lecciones de política.

En casa ya se encontraban Mafalda y Peanuts, de Quino y Schultz, respectivamente, en aquellas compilaciones de Dante, y si bien la primera ofrecía una entrada a las peripecias de las clases medias en América Latina, fuera de su espacio original –la prensa argentina –resultaba hasta un tanto inocua. En cambio los libros de Rius, con cierto desparpajo heredado de la línea simple de Saul Steimberg y de la influencia de Abel Quezada, dejaban una impresión.

Los años ochenta no fueron precisamente buenos para conocer el arte de los caricaturistas, al menos no para lo que llegaba a Yucatán a través de los periódicos de entonces. Sin embargo, por entonces la revista Proceso comenzó a llegar a mis manos, después de que la leyera mi papá. Tal vez sólo leía tres secciones: la caricatura de Naranjo, la de Efrén y, con cierta extrañeza, al humor negro de Boogie el aceitoso, de Fontanarrosa.

Estoy casi seguro de que llegué a memorizar esos números de Los Agachados, pero terminaron mezclados con las lecturas que hice después. Mientras, me esforzaba por encontrarle el sonido del que se encargaba Raquel, según los créditos. Pasó una década para que entendiera el motivo.

Llegó 1988, con la caída del sistema. Por entonces aún no alcanzaba la edad para votar, pero creía más o menos entender algo de la política, y de todo un poco en el mundo, gracias precisamente a la fidelidad a ese primer maestro. Ante mis ojos pasaron en infinidad de ocasiones El fracaso de la educación en México, La revolucioncita mexicana, Cómo suicidarse sin maestro, La panza es primero, Cuba para principiantes, El pequeño Rius ilustrado, Mis supermachos, 500 años fregados pero cristianos, y tal vez el libro en el que al fin supe que Rius se llamaba en realidad Eduardo del Río, y en el que más letras utilizó: ¿Qué tal la URSS?, ¡Sí, ese de Editorial Duda, que encontré recorriendo la biblioteca del abuelo!

Al año siguiente cayó el Muro de Berlín y muchos suponíamos que vendrían vientos de cambio, con la canción de Scorpions. Sin embargo, en los noventa necesitamos de la risa. Otros libros de Rius pasaron por mis manos, pero entonces él entró en una faceta de la cual yo sólo tenía referencias. Estaba en un proyecto colectivo, la revista El Chahuistle, que retomaba el espíritu de la que no conocí: La Garrapata, el azote de los bueyes. Ahí conocí los trazos de otros maestros en política, y alumnos aventajados de Rius: El Fisgón y Helguera, a quienes después se añadió Hernández y las fabulosas historietas de Patricio, en El Chamuco. Vaya que entonces era necesario reírse del “error de diciembre”, de las revelaciones de La Paca, y hasta del sudor de Guillermo Ortiz Mena, el secretario de Hacienda, que hacía sudar de los nervios a todos los mexicanos.

Una plaga de termitas dio al traste con la colección que tanto guardé, la de El Chahuistle y la de El Chamuco. Perdí otros ejemplares en un par de mudanzas, pero con todo esto ya me había animado a utilizar la caricatura como fuente de la historia; primero, un trabajo de fin de semestre sobre los primeros días del levantamiento del EZLN, después, recuperar el porfiriato y la revolución a través de los caricaturistas. Me reconozco, pues, como discípulo académico del doctor Rius Frius.

A finales de los noventa comencé a seguir las actividades de Rius como persona. Entre un viaje y otro, varias veces lamenté no haber estado el día y la hora precisa –que a veces resultó ser unos minutos antes –en el pasaje Zócalo –Pino Suárez del metro de la Ciudad de México, donde se había presentado. Esa es la marca de mi relación con Rius: siempre fue buscarlo y no coincidir. Incluso para la Filey 2016 llevaba conmigo uno de mis tesoros para que me lo autografiara. Se trata de la primera edición de Rius para principiantes, al cual en las siguientes ediciones se le suprimió un capítulo.

Todavía en noviembre murió Rogelio Naranjo, cuyo educado trazo era motivo de admiración para Rius. Ambos, el de la caricatura de academia y tal vez el último gran maestro autodidacta han entrado ya, con su obra, a la memoria mexicana. Lo lamentable es que ya no estén, justo cuando en el horizonte se vislumbra una etapa en la que nuevamente necesitaremos de ese arte irrespetuoso, de esa risa que después obliga a pensar. Pero tal vez ya no es tiempo de supermachos.


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