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Giovana Jaspersen
Foto: Valentina Álvarez Borges
La Jornada Maya

Viernes 18 de agosto, 2017

Durante la Guerra Civil Española una niña de seis años con su hermano mayor de ocho y el menor, de apenas cuatro, pasaba parte del día buscando entre los basureros del ejército cáscaras de papa y cebolla con las cuales alimentarse; sin aquel acto de cruda supervivencia estas letras no se escribirían. Aquella niña fue mujer, madre y abuela, y enseñó en carne lo relativo del valor de las cosas. ¿Cuánto costaron aquellos desperdicios? o yendo más lejos ¿Cuánto aquellas tres vidas que salvaron? Sólo a través de ejercicios fríos como este es que podemos distinguir las diferencias exactas entre el precio, valor y costo de las cosas y lo parcial que puede ser el dinero, del que sabemos tan poco y dependemos tanto.

Sin ir a discusiones o análisis gastados al respecto, pensemos que tan sólo en este año Banxico producirá mil 450 millones de billetes con un costo unitario de fabricación promedio de 80 centavos, cada una de estas piezas al estar en circulación tendrán un valor totalmente relativo. Nunca será lo mismo un billete de mil pesos para una familia de seis miembros donde el único ingreso proviene del padre que gana el salario mínimo, que para el hombre más adinerado de nuestro país, a pesar de que el precio de las cosas en el mercado para ambos sea el mismo. Justo es en el valor donde se encierra una de las grandes evaluaciones cotidianas a las que nos enfrentamos ¿cuánto estamos dispuestos a pagar por algo? O un poco más lejos ¿En qué cosas estamos dispuestos a gastar?

Esto es aún más complejo cuando viene el juicio moral en relación a las cosas por las que se puede-debe pagar y las que no, así la expresión de uso cotidiano de que algo “no tiene precio” encierra un dejo aleccionador y moral en relación a las cosas invaluables e impagables, incluso aquellas que cuando tienen precio pierden valor. Como si pagar por algo lo demeritara de inmediato a pesar del bien que nos haga el bien; como si tuviera un efecto banalizador relacionado con las atribuciones de superficialidad asociadas al pago con dinero.

El caso más común de lo anterior podría ser la prostitución, ampliamente juzgada y abordada, la más pueril de las reflexiones al respecto ¡cómo pagar por eso! Pero más allá del placer y la carne, qué pensaríamos si alguien no dijera que le paga a otra persona porque esté a su lado y en silencio tomándose una copa al finalizar el día o que paga porque alguien sea su cómplice y guarde sus secretos. Si se presentara en rotunda seriedad un conocido a decir que está ofertando un puesto de copiloto en carretera en cuyas funciones se incluye sólo el disfrute de cualquier camino y ver las mismas cosas, cómo reaccionaríamos ante ello. El juicio suele ser inmediato, pero cómo juzgar las cosas que nos hacen bien y lo que podemos invertir en ellas, sobre todo, cómo cuantificarlas. Cuánto cuesta nada, no ser nada y vivir con la tranquilidad de no deberse nada, cómo se cuantifica la calma. Cuál es el precio exacto de una mirada o del litro de agua que se utiliza en un fomento para aliviar el dolor del enfermo, cuánto se pagaría a quien lo hace en la madrugada y sin pedir nada; cuántas piezas con costo de 80 centavos invertiríamos en el entendimiento y las semejanzas, en el cambio de rumbo que puede tener un día a partir de un buen despertar, un mensaje o un coqueteo infantil; qué precio le pondríamos al aroma del otro. Cuánto pagaríamos a quien nos hace bien, cuánto vale el dinero entonces.

El valor hedónico y de experiencia en nuestros días trasciende la imaginación y nos deja grupos de 12 comensales en Ibiza pagando mil 800 dólares p.p por el menú en Sublimotion el “espectáculo gastronómico” más costoso en nuestros días; eso lo logramos asimilar, con todos los juicios que pueda arrojar, pero tan sólo pensar en cuantificar monetariamente otras muchas situaciones o contactos que construyen nuestra felicidad nos bloquea. Y dónde está entonces nuestro bienestar; en las cosas, en la experiencia o en las personas, cómo pagamos por lo que se nos da y qué tipo de negociaciones e intercambios están implícitos en el cotidiano.

El capital humano y lo que en convivencia nos damos efectivamente no tiene precio, es y será incuantificable, encierra la negociación más profunda, íntima e inasible. Por ello, todo lo que podamos pagar con dinero termina siendo barato, cueste lo que cueste; al igual que las relaciones, sólo podemos medir su valor en relación a lo que nos da. Lo que no cuesta pero sí vale nos permite un, tan real como ilusorio, ejercicio de consciencia para ponderar en dónde está nuestro bienestar ¿Cuánto pagaríamos por lo que nos hace bien?

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