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Eduardo Aguilar B.
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Martes 22 de agosto, 2017

Derrotado, apabullado, víctima de sus propias trampas, de su inveterada sumisión a los intereses del poder en turno, sometido finalmente por sus propios vicios, el PRI quintanarroense languidece poco a poco, muriendo cada día sin atinar a levantarse, sin encontrar el rumbo perdido, sin atreverse a nada, de tan atrevidos que fueron antes, pero al mismo tiempo sin cuidar nada, como si nada quedara ya.

Patetismo es lo que se aprecia en el panorama del otrora partido todopoderoso, tan alejado ahora de los triunfalismos de hace apenas un año, tan ajenos a los estentóreos discursos del progreso, desarrollo, disciplina, fuerza monolítica y todo aquello que fue y ya no es, todo aquello que caracterizaba a un partido político montado en el poder por años que no parecen haberles enseñado nada y que son hoy la causa más obvia de su vergonzosa condición.

Al PRI estatal lo perdió la soberbia, la corrupción, la desfachatez tan pragmática de sucesivos gobernantes emanados de sus filas, que hicieron uso y abuso sistemático del partido hasta agotarlo por completo, hasta convertirlo en un cascarón hueco apenas útil para encumbrar a los amigos de turno, a grillitos cantores de alabanzas oficiales que sin más mérito que la sumisión, asumieron funciones de dirección y liderazgo claramente más allá de sus alcances, pero en contraparte, muy por debajo de sus ambiciones.

Al PRI quintanarroense le saquearon todo. Lo despojaron del dinero público de sus prebendas, de sus ideales siempre flexibles, pero que ahí estaban como sea. Le quitaron la forma, colores, esencia, el olor a pueblo, causas, banderas, liderazgos construidos durante años, papeles, vergüenzas, mano izquierda, operación política y toda capacidad de respuesta ante los retos que se le fueron presentando, hasta llevarlo a la postración total, a una derrota tan definitiva, que un año después de su debacle no hay siquiera un plan para su rescate y continúa, bajo los mismos esquemas y figuras que lo pusieron ahí, en ese rincón apartado de las decisiones, alejado de toda forma de trascendencia política.

Suena mal, pero si lo vemos con cuidado es peor. La dirigencia estatal es un mal chiste acerca de un liderazgo inexistente, colocado bajo la sombra depredadora de uno de los más infames personajes importados del centro nacional al patio local. El “niño verde” es una de esas criaturas bizarras de la política a la mexicana que lamentablemente se instaló en nuestros lares, merced a ingentes negocios con los últimos gobernantes; ya instalado tomó posesión de la casa, trastos, cama principal y el refrigerador, al punto de ser ahora el dueño virtual de la desastrada franquicia priísta, gracias a la firme vocación sumisa del tan deslucido, tristón y anodino rayito tricolor que cada vez se ve más y más verde.

El PRI es un partido importante, más allá de si nos gusta o no; es un partido que puede y debe estar en el centro de las decisiones, en la construcción de la gobernabilidad necesaria, así como en una oposición responsable, firme, capaz de presionar o impulsar con fuerza propia, pero no este PRI que resultó de la derrota, éste que no alcanza ni a lamerse las heridas y arrastra su desgracia sin capacidad, ni voluntad de recuperación siquiera, atrapado en una extraña dinámica en la que ruega por las atenciones gubernamentales, mientras patea el pesebre a la menor provocación; y es que en el PRI, sin la guía omnipotente de “la línea", no hay coherencia, no hay plan A, plan B, ni futuro posible que pueda surgir de un presente tan inútil.

La llamada “nueva generación política” hizo trizas casi todo lo que le pusieron en las manos, y en Quintana Roo su propio partido acabó despedazado, pero no así la soberbia de los juveniles dinosaurios, que aún carentes de toda posibilidad de recuperación se niegan a recurrir a las mañas, experiencia y capitales políticos subyacentes aún en los liderazgos auténticos, desplazados por la camada de bisoños oportunistas que llegaron, vieron y perdieron, pero se aferran a las ruinas, se encadenan a los despojos sin permitir una limpieza profunda que permita establecer un punto de partida para volver a ser un partido fuerte, para recuperar de perdido lo que aparezca y hacer algo con ello, algo útil de verdad.

Para los priístas que medran por ahí sin guía y sin proyecto, la decisión no parece tener más que dos vías: o se deshacen de lo que tanto daño les causó, y abren la puerta a la experiencia y a nuevos liderazgos que empaten bien con la mañosa “vieja guardia”, o buscan cobijo en el popular callejón de esa Morena que anda tan entusiasmada ahora con la pepena y si aún eso falla, pues por ahí aparece un partido nuevo que seguramente, en breve, comenzará también a escarbar entre los tristes restos de la sede tricolor.

La política estatal, el gobernador del estado y la sociedad necesitan del PRI, quizá no nos guste mucho pero es así, porque la construcción de una democracia necesita partidos fuertes y mayorías participativas, capaces de expresarse con autoridad, de presionar, de crear equilibrio entre las fuerzas, porque todos sabemos lo que pasa cuando el peso se carga de un sólo lado, pero lo que falta ver ahora es si los priístas saben que necesitan del PRI, si tienen la conciencia de que su puerta al mundo político se está cerrando y la casa se derrumba, pero sobre todo, si terminan de darse cuenta de que los demoledores están dentro, viven en la casa mientras van minando sus cimientos y no de forma irresponsable, sino deliberada.

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