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del

José Juan Cervera
Foto: [i]Cuentos de Andersen[/i]
La Jornada Maya

Jueves 24 de agosto, 2017


[i]Para Ana María, por entender que los niños y los adultos pueden dialogar en perfecta camaradería.[/i]


Aun con el riesgo de idealizar la infancia, tiene sentido comprender que al lado suyo, e inspiradas por ella, crecen verdades profundas. Esto lo supo Hans Christian Andersen desde que extrajo del crisol de sus duras experiencias vitales una sensibilidad capaz de transformar feroces embestidas en espléndidas flores y frutos de atrayente lozanía.

En varios de sus cuentos anida el germen de nuevas historias, que los seres de la naturaleza y los personajes nacidos de la imaginación popular confían a los niños protagonistas de alucinantes peripecias; la sustancia primordial de todos esos relatos se desprende de un fondo común a todas las inflexiones que transmiten el deleite de la esencia que les infunde vida.

Los objetos hablan, y pueden decir verdades y mentiras, y unas y otras son significativas al entretejerse en el prisma inabarcable de la realidad, la que al esclarecerse prodiga sus dones, a veces de manera inadvertida, ante los ojos de quienes creen hallar únicamente atisbos de fantasía.

Poco importa la desmesura de los retos que se presentan, ni cuán imponente sea el peso de la rutina que se cierne sobre el potencial interno para cerrar alternativas a la percepción de la sutileza de las cosas; poco puede importar si de alguna parte surgirá un auxilio que habrá de disminuir la fuerza del abatimiento.

Los seres que habitan los bosques y los prados, los objetos que cobran animación llegan a adquirir la categoría de aliados, y cuando se muestran tenaces adversarios del impulso vital del héroe de menuda figura, su maldad aparente o efectiva es hija de la ignorancia, de la imposibilidad de concebirse a sí mismos como elementos que pudieran tender al equilibrio con su mundo circundante. Esta carencia tiene su expresión más grave en el velo que impide discernir la belleza, la bondad y la verdad que se funden en una unidad indivisible.

El núcleo en que se asienta el poder de fascinación de estos cuentos clásicos irrumpe en la lectura con sus ágiles refinamientos simbólicos. Andersen inculca la conciencia de la trama sutil que configura el sentido de las cosas y que explica la profundidad de sus efectos en el destino común de las criaturas.

Coexistiendo con la dulzura que contienen sus pasajes, las narraciones del autor danés no excluyen la intervención de la perversidad, ni omiten escenarios de crudeza; la mala voluntad trae consigo tortuosas crispaciones en el alma que la cultiva.

Cuando alguno de los personajes se introduce en la comarca de los sueños, éstos rezuman la vivencia de los mundos encantados, y es bajo su influjo que los protagonistas emprenden penosas travesías persiguiendo su ideal o su redención, logrando remontar la angustia hasta fundirse con la luz, alcanzar las glorias de Dios y encontrarse con sus seres queridos.

El paisaje cósmico que describe Andersen captura las resonancias de cantos gozosos o melancólicos, custodiando remansos de sabiduría y concentrada introspección. Los niños son los más firmes protagonistas de sus historias, en las que abundan monarcas y aristócratas, quienes sólo en pocas ocasiones pasan de ser figuras decorativas.

En el jardín en que florecen los espontáneos juegos infantiles brotan también momentos amargos, que se acrecientan hasta dominar la escena. Al igual la muerte se hace presente en los relatos, no siempre de un modo amenazador, porque expone con claridad su razón de ser. Entre tanto, las horas de sueño de muchos adultos congregan los espectros de sus malas acciones.

Algo inesperado sucede cuando dos pequeños, al abogar por la limpieza del universo, se vuelven a encontrar con su abuela en el instante en que ella toma en sus manos la Biblia y lee el versículo que dice: “Si no os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos”. Y ese momento marcó una nueva forma de felicidad.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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