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Texto y foto: Margarita Robleda Moguel
La Jornada Maya

Martes 19 de septiembre, 2017

Parte del atractivo de venir a Kenia era conocer a la comunidad Mara Masai. Recordaba la película de una europea que se enamoró de un precioso masai, alto, espigado de ojos profundos y brillantes. La mujer dejó todo y fue tras la estela de telas rojas y sonrisa cautivadora. La realidad atropelló la pasión. Las culturas no lograron coincidir. Él la llevó a una casa hecha de ramas y espinas donde vivía su madre, su abuela, los hermanos y todos los etcéteras que se acumulen. Ya sabemos que la endorfina de los tiempos del enamoramiento es poderosa y nos imposibilita ver con claridad. Ella luchó, contra toda lógica, por construir los puentes para adaptarse. Los momentos más difíciles eran cuando se bañaba en el río y los hombres la miraban ante la indiferencia del marido. El desenlace llegó cuando ella puso una tienda de comestibles y terminó perdiendo todo porque para ellos la riqueza era comunitaria y, cómo aceptar pagar si la tienda "era de su hijo, de su nieto, de su primo..."

De Nairobi nos llevaron al Parque Nacional Amboseli que se encuentra en territorio Mara Masai, donde, además de un banquete de miradas en safari fotográfico, visitamos una aldea tradicional. El programa consistía en una bienvenida con cantos y brincos tradicionales, una oración para llenarnos de bendiciones, una charla sobre su historia, otra con el curandero y sus hierbas medicinales, la visita a una casa y cierre en un mercado con las artesanías que elaboran. Nos recibieron en la puerta donde cada uno de mi grupo pagó 30 dólares al jefe de la aldea. Un ayudante nos dio la bienvenida en inglés, que junto con el swahili son los idiomas oficiales desde la independencia de Inglaterra en 1963.

¡Apenas tienen 54 años como país!

Mientras escuchaba observé la "fortaleza" construida con matorrales y espinas alrededor de la aldea para protegerse de la gran cantidad de animales que deambulan por el parque: elefantes, cebras, hienas, búfalos... ¡leones! Todos con un sólo objetivo: ¡sobrevivir!

De la boca de esa enredada, surgió un grupo bailando y cantando en su idioma. Al rodear todo el espacio, los hombres iniciaron lo que les ha dado fama mundial: ¡brincar lo más alto posible! Al principio me dejé contagiar por la magia del instante, pero ésta se evaporó como luz de bengala y comencé a ver la realidad. ¿Cuál? ¿la mía? ¿la de ellos? Mientras los hombres jugaban competencias con el más joven de nuestro grupo, a ver quién brincaba más alto, las mujeres hacían su parte tratando de pasar desapercibidas. Las observé y descubrí para mi sorpresa que parecían unas ancianas comparadas con sus maridos los gozosos brincadores. La charla que nos dieron después me lo explicó todo.

La comunidad está integrada por cuatro hermanos y sus familias que se multiplican por todas las esposas que deseen tener. Cada una tiene su casa, que ella misma construye. Los papás del novio eligen a la futura esposa de aldeas cercanas y el atractivo es la cantidad de vacas que aporte la niña. La casa está hecha de estiércol, paja y lodo sobre carrizos. Las ventanas son minúsculas y en uno de los cuartos hay una cama hecha de lodo y forrada de piel. La casa es el espacio de la mujer; ahí cocina y lava la ropa con leña y agua que va a traer del exterior; cose sus ropas, cría a sus hijos, hace artesanías que también vende, atiende a su marido, así como a algún visitante que ¿su dueño? desee agasajar. Afuera habían dos árboles donde, arropados por su sombra, los hombres socializan.

A la hora de pasar al mercadillo, las mujeres tenían sus artesanías en el piso, sobre una tela de cuadros, característica de su cultura. Primero invitaron a las parejas y les asignaron un acompañante. Al llegar mi turno, me di cuenta de que estaban un poco confundidos. ¿Cómo relacionarse con una mujer tan ajena a su cultura? ¿tan independiente, tan dueña de sí? ¡Con dinero propio! Me preguntó mi nombre y lo repetía como si fuera una melodía: "Margarita, Margarita". Caminaba frente a mí controlando mis pasos. Me enseñaba los objetos y me decía que lo que yo quisiera comprar, él lo cargaría. Al escucharlo entendí que ellos hablan inglés, ellas no. Algo semejante que sucede en la cultura menonita. ¿Tendrá que ver con el control? ¿mientras menos sepas, menos posibilidades tienes de salir de tu "enramada"? ¿de tu zona de "confort" de lo conocido?

Comenzó a cansarme su presión para comprar, insistía en que me llevará una cola de cebras para espantar moscas tan abundantes por sus rumbos. Mis pasos empezaron a llenarse de prisa. Él a presionar más. Las cosas no estaban saliendo como esperaba. Para su mala suerte, "su encomendada" no es compradora. Por fin, viendo que estaba a punto de huir, casi llorando me rogó viera las piezas que hace su mujer. La vista del deterioro de la misma pudo más que sus presiones. Terminé comprando un par de pulseras que no lo satisficieron, pero ella y yo cruzamos una mirada larga, profunda y solidaria: tan iguales, tan distintas, tan hermanas.

Agradezco al universo que el fin de la visita fue en un salón de clases que no estaba en el programa, pero que mis compañeros descubrieron. Ahí, frente a los niños, recuperé la calma; sus risas y miradas llenas de asombro de ver a una mujer cantando, haciendo caras y emitiendo sonidos de los animales, que a final de cuentas, no son míos, ni tuyos, son nuestros: es el lenguaje de la Madre Tierra que nos integra, nos regresa al origen de ser humanos. Ahí estaban, gozosos, riendo, dándole permiso a su niño interior de asomarse, mis compañeros de viaje, los adultos Masai mirando a la ventana, los pequeños que incluía tres niñas a las que las letras, estoy segura, les harán la diferencia. Viendo todo eso respiré profundo: ¡aún hay esperanza!

[i]Mérida, Yucatán[/i]
[b]margarita[/b][b][email protected][/b]


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