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Fabrizio León Diez, enviado
La Jornada Maya

Miércoles 20 de septiembre, 2017

Terribles son las listas con los nombres de niños desaparecidos u hospitalizados. Se nos cae la mirada, porque es insoportable, cuando se llega al recuento de los que murieron.

Cuando se sabe que una manita se mueve y los rescatistas tratan de salvar completo el cuerpo de una pequeña, es inevitable contener las lágrimas.

La escuela Enrique Rébsamen, que lleva el nombre del exquisito profesor que influyó de manera total en la educación mexicana del siglo XIX, es ahora la cicatriz de esta tragedia nacional, en donde han perdido la vida más de 20 párvulos del siglo XXI, luego del terremoto trepidatorio que sacudió su edificio la tarde del 19 de septiembre, evidentemente mal construido.

El amanecer de ayer fue nublado; el día tardó horas en encontrar sentido. Otra noche triste para los mexicanos afectados, pero de inconmensurable admiración por los rescatistas que no cesaron ni un instante para salvar la vida de esos niños y niñas, cuyos padres nunca más podrán dormir; uno de ellos mantiene la mirada en los escombros y, como si se tratara de una pantalla, recorre la felicidad, presencia escenas de su hijo llenas de vida y de sonrisas, hasta llegar al momento del temblor que movió la estructura de esa escuela, donde ahora yace bajo los escombros. Como una llaga es esa mirada que horas después tendrá que reconocer en la improvisada morgue una parte de su corazón. El más profundo dolor.

Las listas de los niños que nadie quiere leerlas, pero no hay manera de evitarlo. Filas de nombres pegadas en todos los edificios colapsados, clasificaciones exactas y la temible acción de pasar de un nombre a otro. A unos metros de los rescates, donde parecen correr siglos, por el sentimiento de pérdida y angustia, en la esquina de División del Norte y Brujas, se ha instalado un centro de acopio y un espacio para que la prensa transmita. Sus voces son amargas y la boca sabe a centavo. El café que se obsequia es dulce y sabe a perdición. Los voluntarios, enormes en su solidaridad; cientos de botellas con agua no serán suficientes para apaciguar la sed de incertidumbre de los miles de inquilinos sin casa.

Aquí no hay buenas noticias; lo que más se acerca a eso son los letreros que avisan que en esa construcción caída ya no hay cuerpos que rescatar.

A unos kilómetros cerca de Taxqueña, un edificio muestra como si fuera una maqueta, el secreto que habita en un departamento, su interior tasajeado por la ruptura de la pared que expone la ropa en el tendedero y una sala rota y volada con sus alfombras viejas; un ropero ladeado junto a un sillón viejo de cuero y el retrato de una tía y su padre en la boda.

Todo está quebrado y los familiares furiosos chistan en hablar con él periodista, porque deben de gritar que este país está jodido y sus autoridades valen nada, porque su hija de 26 años no aparece; ante la insensibilidad del comentario de un abogado de gobierno, que les consuela con la probabilidad de que “se haya ido con el novio”, la madre nos dice: ¡Ojalá!

Nadie habla del gobierno, no hay quejas ni alusiones, ni para mal ni para bien. Será cosa generacional o será que no hacen falta; o tal vez que entre la raza y policías, ejército, marina y voluntarios existe otro modo de relacionarse, sin su burocracia.

El gobierno federal ya no es tema. Tal vez los analistas nos lo expliquen, porque en el drama no juegan un papel más allá de sus uniformes; quizá lo hacen bien.

En calzada de Tlalpan hay edificios que se han desalojado y se cuida que nadie los habite. Por ahí pasamos y las escenas eran propias de una nueva Mecánica Nacional, para aquellos que la recuerden, pero con temblor de por medio.

Y por si la miseria que nos hunde por la tragedia y el miedo a los movimientos de una tierra que no controlamos, fuera poca, minutos antes de las ocho de la noche, una torrencial lluvia nos moja las esperanzas, aunque para otros pueda ser posibilidad de hidratación. La heroicidad del rescate crece y las posibilidades de derrumbe se amplían.

Por la mañana, frente a las listas que crean suspiros y penas, una niña adolescente sentada en la banqueta mira al infinito de la pared. A su alrededor, los voluntarios pasan preocupados y exclaman la frase que se repite durante toda la jornada: "¿Necesitas algo?"

La niña con sus manos en la cara y sin dirigir a nadie su respuesta, contesta: "necesito a mi hermana, solo a mi hermana". Lloremos todos.

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