de

del

Eduardo Aguilar B.
Foto: cortesía
La Jornada Maya

Miércoles 27 de septiembre, 2017

[b]Ahí, donde tiene su imperio[/b]…

El mar del Caribe es una patria vasta y generosa que ha criado innumerables pueblos, cobijado culturas y visto pasar a la historia muchas de ellas, agotadas por sus éxitos voraces acaso, pero también destruidas por la violencia inconcebible que este Mare Nostrum se ha mostrado tan capaz de desatar.

En el Caribe se han forjado leyendas de todo tipo, desde los absurdos piratas románticos que condimentaron la historia de las colonias, hasta aquellas que se refieren a mínimos héroes anónimos que se jugaron la vida a pérdida segura, sin merecer apenas alguna mención de paso en la desmesura de la historia del Caribe, que ya escribiera Arciniegas en su momento, sin tomar tampoco en cuenta los héroes de ocasión, que no lo son menos por circunstanciales.

La belleza del Caribe ha acompañado una historia plagada de sucesos aleatorios, como aquella cuyo sexagésimo segundo aniversario conmemoramos este 27 de septiembre, aún entre el dolor y el azoro que la memoria generacional nos ha transmitido, pero también en el asombro de lo que aquellos de entonces hicieron con su desgracia, para convertirla en renacimiento, en fuerza avasalladora que labró un nuevo destino.

[b]La princesa más bella[/b]

Chetumal en 1955 era una ciudad pequeña, sencilla, profundamente caribeña y muy inglesa, a la mexicana claro, que buscaba su futuro mientras trataba de sobrellevar un presente agobiado por un gobernante más que polémico, cuya gestión se haría sinónimo de lo malo que se puede esperar de un gobierno desvinculado de la gente; autoritario, incluso para una época en la que al autoritarismo era norma y el centralismo era el origen de muchos de los males que aquejaban a los habitantes del Territorio federal de Quintana Roo, en los que Margarito Ramírez era apenas una mancha más al tigre de un federalismo bastante fallido desde entonces.

Chetumal, en 1955, habría de enfrentar la prueba más dura a que se sometería su supervivencia en toda su historia; que se convertiría en un antes y un después de Janet, el nombre del dolor, de la muerte, de la tempestad más violenta jamás vista en estas tierras; el huracán que destruyó barrios, vidas apenas florecidas, casas típicas del Caribe, negocios generacionales, pero que también marcaría el comienzo del fin del gobierno de Margarito Ramírez, rebasado por la tragedia, por el pueblo, por primera vez en mucho tiempo.

Chetumal murió de verdad, física y emocionalmente un 27 de septiembre de 1955, pero renació después, poco a poco, reconstruyéndose, reinventándose, redescubriendo un destino que hasta ese momento creía tener resuelto, pero que hubo que buscar de nuevo entre las tablas rotas, las láminas enrolladas, los árboles despedazados y las astillas encajadas en postes recios, que se volvieron símbolos y augurios poderosos para el renacimiento de la ciudad que un día como hoy, hace 62 años, Janet había aniquilado con tan singular esmero.

[b]El Hada Janet[/b]

El 21 de septiembre de 1955 se dio el nombre de Janet a una tormenta tropical, aunque nacida como una perturbación climática al sur de las islas de Cabo Verde. Una curiosidad es que las primeras noticias del fenómeno fueron reportadas por aviones comerciales, de Air France e Iberia, que la ubicaron en el Atlántico, avanzando hacia el Caribe.

Para el 22 de septiembre, Janet ya era un huracán en la categoría 2 en la escala de Saffir-Simpson y la noche de ese día alcanzó la isla de Barbados con vientos sostenidos de 190 kilómetros por hora, como un fenómeno de categoría 3, que enseguida entró en un área poco favorable para su desarrollo que la devolvió a la categoría 1, hasta el 24 de septiembre, cuando recuperó e incrementó sus fuerzas, alcanzando la marca 4, según reporte de un avión caza-huracanes; delante quedaba mucho Caribe, muchas aguas tibias para fortalecerse, y la península de Yucatán en su camino.

Janet avanzó incontenible, fortalecido, creciendo más y más, y para cuando se aproximó a la península, con Xcalac en la mira primero y Chetumal después, era ya un fenómeno de categoría 5, con vientos sostenidos de 220 kilómetros por hora y rachas de hasta 280, registrando en las proximidades de Chetumal una presión barométrica en el ojo de apenas 914 milibares, la segunda más baja de su tiempo, y sólo superada años después por Gilberto y luego Dean, que también impactó Chetumal.

[b]Tan trágico sino[/b]

La noche más larga empezó con un día nublado; una llovizna pertinaz se instaló todo el día mientras la ciudad cesaba toda actividad y los carros de sonido alertaban del huracán en puerta y de los riesgos de la zona más baja de la ciudad, del oleaje pronosticado y de los vientos inclementes.

El hotel Los Cocos, la escuela Belisario Domínguez y el Hospital Morelos fueron puestos para refugio de la gente que deseara salir de sus casas, y eso era precisamente lo que la mayoría no deseaba hacer. Casas fuertes, horcones y puntales macizos de jabín, ciricote, huaya, generaban confianza afincada en una ignorancia extrema acerca de lo que se venía encima, porque el huracán sin nombre de 1942 había sido muy benevolente y no parecía que valiera la pena moverse tanto para una noche de viento y lluvia.

Había señales de que algo no iba bien. El Diario de Yucatán no llegó ese día a Chetumal, y eso era insólito; los templos comenzaron a llenarse de gente que oraba para que la mano divina desviara al meteoro; el billar congregó a muchos que buscaban más información que juego, cambiaban impresiones y especulaban sin cesar, en tanto la lluvia crecía conforme pasaban las horas.

La noche se presentó violenta, con ráfagas de aire intensas que fueron arreciando poco a poco, con una lluvia que se hizo vertical, rugiente, y con el extraño espectáculo de una bahía sin mar que emocionó a algunos y estremeció a todos, mientras las pocas fuerzas de la policía hacían grupo con los militares y marinos para tratar de sacar a la gente de las calles y llevarlas a los refugios, intento vano que sería de fatales consecuencias.

Se han escrito innumerables páginas acerca de la ola mortal que arrasó buena parte de la ciudad, de las vidas perdidas en los primeros instantes de la inundación; se han contado las hazañas de tantos héroes que salvaron vidas antes de perder la propia, de madres tratando inútilmente de aferrarse a sus hijos arrebatados, de almas en pena que vagaron por las calles inundadas buscando un camino a los refugios, de los que llegaron y los que no; de familias que sobrevivieron apretadas a la única pared de la casa que quedaba en pie o bajo los techos caídos resistiendo todo el horror que nunca imaginaron y de la “casa voladora” que cobijó a más de un veintena de personas mientras en realidad, más que volar bogaba sobre el mar desbordado, honrando a su constructor, que para algo era pescador y navegante y sabemos que no fue la única con tan marinera suerte.

La memoria generacional está llena de esos actos de heroísmo y desesperación, de esas muertes violentas, ahogados infantiles, perdidos para siempre en la retirada de las aguas, fosa común y del espanto de sus casi cien cadáveres, de las familias truncadas, mutiladas y de la mañana del 28 de septiembre cuando la luz del sol permitió darse cuenta de la enorme magnitud de la tragedia, de la ciudad en ruinas y muertos en las calles, bajo escombros o flotando en aguas rencauzadas de la bahía y que son, todo esto detalles, un dolor profundo en el corazón ancestral de Chetumal, un cuento repetido año con año a los más jóvenes, una lección que necesitan saber y entender.

[b]Trabajo y amor al terruño[/b]

La historia más conmovedora, no obstante, ha de ser la de la resurrección, el renacimiento, la fuerza tremenda que logró sacar de sí misma una sociedad que había sido tan íntimamente golpeada y que enterró a sus muertos, al mismo tiempo que trabajaba en la limpieza y reconstrucción, dependiendo físicamente de una ayuda nacional que fluyó con fuerza, pero con plena autonomía emocional, disipando su pena en cada tabla clavada, muro levantado y techo colocado en su sitio.

La gran historia de Chetumal es la del día, año y generaciones después de Janet; la historia del renacimiento que sólo fue posible por la entereza y unidad de un pueblo que siempre se supo más allá de la tragedia y que entendió que llorar sólo tiene sentido cuando motiva a la acción, reconstrucción y reinvención de todo que de nueva cuenta estaba por ganarse. Entendió también que sólo dependía de ellos, que la ciudad volvería a vivir y la tierra volvería a cobijarles sólo si ellos hacían lo necesario y honraban a sus muertos dándole una nueva vida a la ciudad, un nuevo destino al trabajo de todos, de los vivos y los muertos de aquella noche fatídica del huracán Janet, uno de los más fuertes de la historia, uno de varios más que han pasado encima de Chetumal, pero sin duda el que marcó para siempre la vida y el alma de la ciudad.

[b]¡Y así renació… esplendorosa![/b]

Chetumal vive aún a orillas de la misma bahía que barrió sus calles y segó muchas vidas. Por ahí andan los símbolos tan a la vista que pocos los miramos algunas veces. Por ahí se cuentan historias como esta cada día y en cada aniversario. Si se mira con cuidado las huellas están aún presentes, y algunas casas famosas siguen plantadas en el mismo lugar del que fueron arrebatadas y devueltas luego, y aún se reúnen familias de sobrevivientes a contar a hijos y nietos el espanto que vivieron y los amigos, hermanos y vecinos que murieron, de lo que perdimos entonces y lo que aprendimos de todo ello.

Chetumal, 62 años después, no olvida la tragedia porque no quiere hacerlo, siente que no debe hacerlo, porque finalmente se trata de la historia de su muerte y resurrección, historia que, con el perdón de don Carlos Gómez Barrera, he querido revivir en mí y ustedes para postergar y conjurar el olvido.


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