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Rafael Robles de Benito
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Miércoles 27 de septiembre, 2017

La semana pasada quedé en que los párrafos de hoy se dedicarían a ahondar en el tema de la erosión de las playas y su relación con el cambio climático. Dejé sentado entonces que la idea de arrojar una y otra vez arena a la orilla del mar, más que una solución al problema de la pérdida de playas, es una resistencia desesperanzada ante un cambio que parece imparable. Creo que éste es un buen punto para comenzar la reflexión de hoy.

Las agencias encargadas de llevar a cabo esta lucha sin cuartel, sin prisioneros y sin ganadores, junto con los actores interesados que demandan su actuación, atacan el problema como un asunto de obra pública, como si las playas fuesen infraestructura: acarreamos al punto a restaurar un número indeterminado de toneladas de arena; las distribuimos de manera tal que ocupen unas seis decenas de metros y podemos esperar que en el corto plazo se vuelvan a perder unos veinte metros. Así las cuentas, parece una ganancia, ¿verdad? Sólo que la naturaleza entiende muy poco de cortos plazos. Funciona a través de procesos complejos, cuyos componentes suelen actuar a escalas temporales distintas y que acaban por mostrar cambios conspicuos en intervalos-meta anuales (es decir, de más de un año de duración). Dicho de otra manera, las playas son ecosistemas, no infraestructura.

Visto de esta forma, el asunto tiene muy poco que ver con el deshielo de los casquetes polares, el aumento del nivel del mar, o incluso la ocurrencia cada vez más frecuente e intensa de fenómenos hidrometeorológicos catastróficos. Para entender las causas de la pérdida de playas merece la pena entender mejor cómo funcionan las playas arenosas. Son, para empezar, ecosistemas muy dinámicos, que cambian rápidamente su fisonomía. Esto es consustancial a la naturaleza misma de la arena: difícilmente se compacta, ni se consolida en geoformas de larga duración; el viento y el agua la mueven fácilmente. ¿Cómo, entonces, puede funcionar un sistema que cambia tan fácil y rápidamente, y a la vez mantener una extensión relativamente estable?

Cuando un ecosistema costero con playas arenosas, incluye una duna cubierta de vegetación, esto contribuye a dos procesos: por una parte, la vegetación retiene la arena que moviliza el viento, y la que las mareas extraordinarias (como cuando hay eventos de “súper lunas”) o las tormentas (como nortes, tormentas tropicales y huracanes) arrojan hacia la costa: y por otra, impiden que el viento, la lluvia, y el azote del oleaje se lleven hacia el mar la arena que cubren. Por decirlo de alguna manera, las dunas con vegetación “dosifican” la arena que se pierde, y la que se retiene. Se genera una suerte de equilibrio dinámico, que mantiene la erosión de las playas en niveles manejables.

Por el contrario, cuando se decide construir una estructura rígida, que substituye permanentemente al sistema dinámico de arena y vegetación costera, el funcionamiento se altera sin remedio: el oleaje, las tormentas y los huracanes continúan llevando consigo toda la arena a la que tienen acceso (frecuentemente incluso debajo de los cimientos de la infraestructura que el hombre ha edificado con un costo económico y social considerable), pero el aire no encuentra sitios dónde depositar la arena que arrastra, y no hay vegetación que la retenga. Las playas, entonces, con o sin el cambio climático y sus efectos, tienden a perderse.

Ante esto hay dos conclusiones insalvables: primero, que la naturaleza, como siempre, se declara inocente. El cambio climático no es causal de la erosión de las playas, aunque contribuye a exacerbarla. Y en segundo lugar, se deben buscar maneras de que las agencias responsables de la alteración del balance de las playas paguen por su recuperación, con la ayuda de quienes pretenden seguir contando con playas hermosas para su recreo, contemplación y goce.

Puesto así, lo que se debe generar es un mecanismo que incluya las siguientes nociones: que los recursos no deben provenir únicamente del Estado, sino que deben incluir aportes de quienes están interesados en “vender” el recurso de sol y playa: hoteleros, restauranteros y otros prestadores de servicios turísticos.

Segundo, que los usuarios de esos servicios turísticos deben mostrar, en efectivo y directamente, su disposición a pagar la por la sustentabilidad de los mismos, a través de la entrega de un tributo otorgado al ingresar al estado (al menos aquellos que llegan por vía aérea).

Tercero, que los programas de restauración de las playas deben incluir mucho más que la mera disposición de arena “importada” para aumentar el área dedicada a la colocación de camastros y palapas, sino que deben también contemplar el financiamiento de la restauración de dunas, manglares y arrecifes, como sistemas prestadores de servicios ambientales de abatimiento del efecto de los agentes que incrementan la erosión.

Por último, se debe poner pronto un alto al crecimiento de la infraestructura dirigida al turismo masivo de sol y playa, que es el agente principal que exacerba los procesos de pérdida de playas.

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