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José Juan Cervera
Foto: Google Maps
La Jornada Maya

Viernes 29 de septiembre, 2017

Las bibliotecas alojan fuerzas transformadoras que muchas veces pasan inadvertidas, porque en un mundo de apariencias ostentosas y de estímulos inducidos, éstos parecen desplazar los valores que aquellas contienen. Su fertilidad intrínseca no demanda adhesiones estridentes ni proclamas superficiales, sino la disposición de sumergirse pacientemente en la riqueza de sus fondos y de sucumbir a la seducción de sus núcleos simbólicos.

El 26 de septiembre de 1867, el general Manuel Cepeda Peraza, héroe de la restauración republicana en Yucatán, suscribió el decreto de creación de la biblioteca que reforzaría las funciones educativas del Instituto Literario del Estado, constituido legalmente apenas unos meses antes. El carácter público de sus servicios puso de manifiesto la vocación libertaria de estas innovaciones administrativas, al incidir en un ámbito en el que habían predominado las formas de pensamiento arraigadas en los sistemas religiosos tradicionales.

Así, el último tercio del siglo XIX yucateco abrió camino a una agudización de las contradicciones ideológicas y políticas que continuaron las tendencias observadas en las décadas anteriores. En este escenario tomaron parte las asociaciones civiles, las entidades corporativas, las instituciones de enseñanza formal, los medios de prensa y los diversos agentes que representaron las posiciones enfrentadas en la definición del rumbo de la colectividad mexicana.

Ligados a los acervos bibliográficos surgieron los llamados gabinetes de lectura, que funcionaron como salas de consulta y aproximación recreativa a los materiales impresos que aquellos resguardaban. Espacios de este tipo tuvieron el Conservatorio Yucateco de Música y Declamación –centro de aprendizaje artístico que se fundó en 1873-; la Biblioteca Alpuche, del Conservatorio Oriental, situado en Valladolid (1883); la Biblioteca Iturralde, del Instituto Literario de Valladolid (1885); la del Instituto Literario de Niñas (1888) y la de la Penitenciaría Juárez (1895), por mencionar las más sobresalientes. El párroco de Halachó fundó una de esas salas de lectura en dicha población en 1878 y el ministro presbiteriano Maxwell Phillips estableció otra en Mérida durante el mismo año.

Progreso tuvo una biblioteca pública desde 1891 e Izamal en el año siguiente.

El primer responsable de la biblioteca del Instituto Literario del Estado, repositorio que acogió el nombre de su fundador a partir de 1869, como homenaje a su memoria unos meses después de sobrevenir su deceso, fue el ciudadano Andrés Aznar Pérez, a quien el general Cepeda Peraza designó en octubre de 1867. Aznar Pérez (1831-1894) fue un filántropo muy apreciado no sólo en su tierra natal sino también en el extranjero, tal como lo expone el testimonio de su amigo Stephen Salisbury al referirse a las actividades de la Sociedad Americana de Arqueología, en la que el yucateco fue admitido en 1869. También propició la organización de otras bibliotecas y fue benefactor de varias asociaciones civiles.

La presencia de acervos bibliográficos en la época referida lleva a pensar en la formación de sus catálogos e inventarios, en las prácticas de lectura que distinguieron a sus usuarios, en las obras y los autores más populares en ese entonces, en los centros de distribución de tales materiales así como en el papel auxiliar y complementario de las publicaciones periódicas. En este circuito lector también tienen importancia los textos prescritos en los programas de estudio, los talleres de impresión y encuadernación, las leyes que regulaban la circulación de impresos e incluso la censura eclesiástica, que siguió influyendo en determinados sectores de la población yucateca.

Como un ejemplo de los distintos enfoques que podía adoptar la palabra escrita basta recordar los catecismos de la doctrina cristiana de los que se echaba mano en varios planteles de instrucción privada, pero también los manuales que las instituciones liberales distribuyeron para transmitir nociones cívicas entre los educandos. Y en el mismo contexto de la formación escolar, era común que los niños aplicados recibiesen como premio algún libro que motivara su interés como lectores.

Los libros encierran un caudal que desborda la conjunción aleatoria de tinta y de papel. En ellos fluye la sustancia que irriga el orden cósmico, mientras erigen canales de luz entre los flancos que los custodian.

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