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Paul Antoine Matos
Foto: Fabrizio León
La Jornada Maya

Martes 10 de octubre, 2017

Desde el cielo parece que nunca ocurrió, que no se repitió la tragedia justo el mismo día, 32 años después: 19 de septiembre. El avión sobrevuela la Ciudad de México, de pie se mantienen los rascacielos de ventanas que reflejan el sol y los condominios de azoteas carmesíes.

Desde arriba no se percibe la cicatriz que el terremoto dejó en la ciudad, una división a la mitad, que surge en Xochimilco, pasa por Coapa, Taxqueña, Del Valle, Narvarte y Roma, que termina en la Condesa. El derrumbe de 38 edificios y la muerte –según cifras oficiales de la Secretaría de Gobernación– de 369 personas. En la capital de México aún se respira un ambiente pesado, luctuoso.

“Quedó así, ¿no?”, un paseante de lentes oscuros y chamarra negra usa sus manos para mostrar un desnivel hacia la derecha. Es referencia al edificio 105 de la Condesa, en la esquina del Parque México. Se sostiene sobre la construcción vecina, pero está vacío. Abajo había un restaurante que vendía cochinita pibil.

Cristales rotos, paredes resquebrajadas, desde una ventana se asoma un globo terráqueo. Hogares abandonados en cuestión de segundos: fotos familiares, recuerdos de toda la vida, de los hijos, de cumpleaños, se quedaron en los departamentos.

La calle es una telaraña de cables de luz o de teléfono o de ambos, mientras que el acceso está prohibido por una cinta amarilla que no todos respetan para caminar sobre el asfalto.

De las personas que deambulan por la zona, algunas pasean a sus mascotas, se detienen, observan el edificio, notan cómo se sostiene con el de lado. Los rostros de angustia platican sobre el sismo.

Una mujer con acento sudamericano cuenta que estuvo muy cerca de rentar en el edificio, por 39 mil pesos mensuales, pero por su hijo prefirió otro departamento a un par de cuadras de ahí.

Otro vecino, argentino, reconoce que es sorprendente lo que ocurrió en ese espacio habitacional. “Impresiona lo que vivieron las personas, ver cómo se te rompe tu casa”, señala.

En un edificio aledaño, donde se encuentran las oficinas de Animal Político, un mural de una sirena se ha desgajado.

“La Condesa era una colonia muy viva”, expresa una vecina con acento español. Ahora, continúa, el ánimo es triste.

El Parque México tiene un altar dedicado a las víctimas del terremoto. Cientos de papeles con mensajes de tristeza, luto y duelo, pero también con motivos de amor, esperanza y solidaridad están colocados junto a otro tanto de flores rojas, blancas, amarillas, azules, verdes.

Al acercarse, la gente se rompe. Su semblante cambia, los ojos enrojecen, se humedecen y la voz se quiebra. Toman un papel y una pluma, también una flor que se ofrecen gratis sobre una mesa, y escriben.

La Ciudad de México sufre de estrés postraumático. En ese mismo parque, un módulo de atención psicológica del ISSSTE se instaló, junto con la organización Mapa. Jorge González y Lucero Grajales son dos especialistas en salud mental que atienden a los ciudadanos que necesitan apoyo.

Los síntomas, dice Jorge, son que la gente no quiere hablar, no quiere salir, pasan cuatro o cinco días encerrados en sus hogares.

Lucero llegó como voluntaria al módulo de atención psicológica, menciona que la gente está ansiosa, desesperada. “Los que están mal, con trauma, es por haber perdido la casa de un momento a otro, o su trabajo. Otros padecen depresión; a otros más les da por el temor que produce la alarma sísmica.

Jorge dice que el terremoto fue “la cereza del pastel” para la Ciudad de México, como el juego de mesa Jenga, cuando se mueve una tablilla de madera y todo se derrumba. Antes de que pueda preguntarle más, llega una mujer de unos 60 años para solicitar apoyo psicológico. Con Lucero también acude otra señora. Tienen que atenderlos.

Pesadillas. Me levanto a las 03:40 horas sintiendo que la cama se mueve, que la tierra me traga. Malsueño que vivo un temblor, el ambiente pesado que se respira en la ciudad, más el colchón inflable en el que duermo me hacen imaginar cosas.

Es lunes. Día laboral. La gente intenta regresar a la normalidad, acuden a sus centros laborales, caminan por la ciudad. Pero en el metro sólo se platica del sismo.

En Álvaro Obregón, Roma Norte, una veintena de personas se apunta en una lista para ingresar al edificio de la Secretaría de Movilidad para recoger sus cosas, al salir apresurados debido al sismo. Es quincena, por lo que la mayoría dejaron sus carteras y billeteras con sus tarjetas de débito, en las que les pagan su salario, los carnets del ISSSTE para consultas médicas. Las personas están molestas, porque desde hace tres horas que les dijeron que sí entrarían, pero aún no les dejan. Es mediodía.

Aunque hay gente que entra y sale, incluso hay policías dentro del edificio, los trabajadores esperan aún. Entrarán en grupos de tres en tres. Una mujer dejó sus cosas hasta el piso 21.

Fabiola Cerón trabaja en el tercer piso de la Secretaría de Movilidad. Vive en Coapa. Su vida transcurre en dos de las zonas más afectadas por el terremoto.

“Parecía el apocalipsis zombie –expresa sobre lo que sintió en Álvaro Obregón– la gente corría en estampida por la calle, en una horda. Olía a gas y eso nos aterró”. En el camino se encontró a la hija de una compañera de trabajo, tuvo que regresar al edificio gubernamental para buscar a la madre de la niña.

En Coapa, dice, hay mucha gente que se quedó sin hogar, que vive en los parques, en los jardines; son 40 familias.

“Hay muchos desaparecidos, se cree que fueron enterrados en la megaplaza que se construye en Tlalpan”, menciona. En la escuela Rebsamen los papás fueron separados en cuatro grupos: el de los niños que no aparecen, los que murieron, los que fueron enviados al hospital y los que viven, dice sobre cómo han actuado las autoridades. Y agrega “es el divide y vencerás”.

La ciudad estuvo eufórica los primeros tres o cuatro días después del temblor, todos ayudando y apoyando en lo que pudieran, pero después se vino abajo, reconoce. Fabiola adoptó a un perro que se encontraba abandonado. Lo nombró Frida, como la perra rescatista de Álvaro Obregón.

La avenida está acordonada por una cinta amarilla; la calle está repleta de toldos, patrullas, ambulancias, automóviles; para llegar al edificio 286 de Álvaro Obregón hay que dar la vuelta.

Tan fuerte que se ven, tan indestructibles que nos parecen, tan resistentes, creemos que son. Pero se vuelven hojas de papel, se flexionan de un lado al otro al ritmo de las placas tectónicas. Sus cimientos crujen, ceden a las toneladas que cargan, colapsan sobre su propio peso.

El 286 es como una lata de Coca Cola que es aplastada por un pie invisible, sus siete pisos son transformados en uno; un acordeón que se contrae. Es una montaña de escombros gris, aplastada.

La zona está acordonada por una valla metálica, resguardada por cinco policías para evitar el ingreso de personas que pongan en riesgo su vida y la recuperación de los cuerpos, no de rescate. No queda nadie con vida.

Durante la rueda de prensa de las 14 horas los funcionarios indican que han recuperado dos cadáveres más. Suman 43. Aún quedan seis, que serán encontrados el miércoles, día en que concluyó la operación.

Una grúa levanta una pesada losa, mientras una decena de rescatistas enfundados en trajes naranjas continúan, incansables, con la operación. En la entrada, una bandera de la Virgen de Guadalupe, para protegerlos. Hicieron una escalera de madera para poder bajar a los escombros del edificio. Con taladros, martillos y otras herramientas de construcción rompen las piedras. No deja de escucharse el sonido del metal al chocar contra la roca.

Platico con una señora y su hija bióloga. ¿Dónde te tocó el temblor? Me pregunta. Le respondo que en Mérida, que ahí no se sienten, a excepción del que pasó el siete, pero que tampoco lo sentí y fue mínimo.

Ella voltea a ver a su hija: “Vámonos a vivir a Mérida”.

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