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Eduardo del Buey
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La Jornada Maya

Martes 7 de noviembre, 2017

Tras 40 años como diplomático canadiense, muchos de ellos en Latinoamérica, he aprendido que el caciquismo es la antítesis del buen liderazgo. Sin embargo, continúa prosperando en muchas partes del mundo, y a pesar de que las generaciones más jóvenes y mejor educadas ahora irritan a los sistemas de administración política que no permiten el diálogo, ni el intercambio con sus líderes.

Los caciques son los líderes y árbitros absolutos en sus organizaciones.

Estos demandan lealtad absoluta, adulación que raye con la adoración. Cuando los caciques se mueven de un puesto a otro llevan consigo a los seguidores en quienes confían. El resultado es la corrupción institucional, sus seguidores deben ser leales sólo al cacique y no a la institución a la cual se supone deben servir.

Tristemente, en la mayoría de los casos, eso resulta en tener a gente incompetente trabajando en temas clave. La gente competente es su rival y los caciques desprecian a quien sea que aleje los reflectores de ellos.

El caciquismo no está restringido a América Latina. De hecho, es prevalente en muchas partes del mundo. En Rusia, Vladimir Putin gobierna con puño de hierro. Hungría, Turquía y Venezuela, así como las Filipinas, son algunos otros de los países en los cuales el caciquismo muestra su dominio. En África, el caciquismo siempre ha existido, y ahí continúa, al día de hoy, gobernando políticas y negocios. En Asia las estructuras de administración jerárquicas aún están a la orden del día, para detrimento de sus sociedades. No hay lugar para la oposición o el diálogo constructivo.

La adulación domina y los caciques guían.

El Primer Ministro canadiense Justin Trudeau ha señalado que “no se puede gobernar individualmente. Lo que realmente importa es que el liderazgo se trate de reunir a individuos extraordinarios y aprovechar lo mejor de ellos”.

Es lo mismo para cualquier organización.

El liderazgo es inspirar a las personas a dar lo mejor de sí mismas. A buscar la excelencia. A ir un paso más allá.

Significa escuchar, tanto como hablar y dialogar más que dictar a las personas. Escuchar y hacerse disponible todo el tiempo para consultas, guías, pero, sobre todo, para escuchar nuevas ideas.

Diálogo, no monólogo.

Los verdaderos líderes tratan a la gente con respeto. Permiten a las personas realizarse al máximo, y las reconocen cuando lo hacen.

El liderazgo no se trata de insultar a las personas o faltarles al respeto. Es reconocerlas cuando deban ser reconocidas, y darles consejos constructivos cuando se necesite. No es menospreciarlas o atacar su dignidad, sino, más bien, reforzar su autoestima y valor dentro de la organización.

El miedo y la intimidación no son habilidades de liderazgo, pues sólo sirven para crear resentimiento e inhibir a otros de hacer contribuciones productivas.

Sin embargo, muchas organizaciones aún son administradas en estas líneas alrededor del mundo y esto es lo que les evita volverse operaciones del siglo XXI totalmente funcionales, capaces, no sólo de sobrevivir en una economía globalizada, pero de poder competir exitosamente con lo mejor que el mundo tiene que ofrecer.

Hay que mirar a los ejemplos de líderes exitosos a través de la historia. Mahatma Gandhi, Martin Luther King, Nelson Mandela, la Madre Teresa, y otros, buscaron salir y acercarse a la gente, tratarlos con respeto y reconociendo sus talentos, logros y ser compasivos con todos. Rechazaron la adulación y prefirieron vivir sus vidas sin buscar la gloria o el reconocimiento para sí, pero, más bien, para las causas que representaban y para la humanidad a la que servían.

El liderazgo es conectarse con la gente y motivarlos a ser mejores, es empoderar a las personas. Como ha observado varias veces el fundador de Microsoft Bill Gates, “Al mirar hacia el próximo siglo, los líderes serán quienes empoderen a otros”.

Un gran líder está por encima de las políticas mezquinas y espera que sus colegas le sigan. Un gran líder estimula el libre intercambio de ideas y no teme ser contradicho por aquellos que saben más que él. De hecho, se rodea de aquellos con más conocimiento y no teme a la competencia que otros puedan brindarle. Un gran líder acerca a la gente a la búsqueda de un bien mayor y permite que otros sobresalgan en el proceso.

El cacique es la antítesis de todo esto, busca lealtad para lograr engrandecimiento personal en vez de usarla para alguna meta elevada. El cacique divide y gobierna a la gente, en vez de unirla y empoderarla. Aparenta ser todo poderoso. Sin embargo, al final, él mismo es su peor enemigo, pues cosecha miedo, siembra odio y división en lugar de respeto. La mayoría de los caciques evitan preparar a otros para guiar cuando su tiempo de dejar el poder llegue, evitan compartir los reflectores.

Es deber de los líderes reales preparar a sus jóvenes colegas para convertirse en su mejor remplazo cuando su tiempo de partir llegue. Como alguna vez mencionó el ex presidente de la General Electric, Jack Welch: “antes de ser un líder, el éxito es mejorar uno mismo. Cuando te conviertes en un líder, se trata de hacer a los demás mejores”.

Universidades, partidos políticos y organizaciones empresariales deben enseñar a sus líderes como empoderar a sus miembros más jóvenes, para que piensen de manera más independiente, reten al estatus quo, que busquen, promuevan y recompensen la innovación y evitar caer en la trampa de convertirse en la propiedad de alguien más.

Los candidatos para los puestos principales deben ser vetados según su habilidad para promover que otros trabajen para beneficio de la organización y no para su propio gane. Bonos y mejores puestos deben ser alocados a quienes puedan probar sus habilidades de liderazgo, no a aquellos que construyen imperios sobre la espalda de otros.

Para eliminar el caciquismo se necesita una revolución de actitudes y mentalidades alrededor del mundo. Pero, al final, la sociedad será mejor gracias a ello.

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