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del

Rafael Robles de Benito
Foto: Info QRoo
La Jornada Maya

Miércoles 15 de noviembre, 2017

Hay una oposición expresa, articulada y sonora al establecimiento de un área natural protegida en Bacalar. No obstante, no parece haber argumentos robustos para soportar esa oposición. En realidad, lo que parece haber es una confusión preocupante y no porque genere preguntas profundas o cuestionamientos de fondo. Resulta digna de preocupación porque denota una de dos cosas: o no se entiende qué son, cómo funcionan y para qué sirven las áreas naturales protegidas o hay voces de mala fe, que pretenden defender intereses privados, de incremento de ingresos y de riqueza, que están muy por encima (en sus concepciones) del interés público y sustentable.

A primera vista, me parece que no hay voces relevantes que se opongan de veras a la conservación de los ecosistemas y los servicios ambientales de Bacalar. Los ejidatarios suelen decir que están de acuerdo con la conservación de la selva y con la detención de la deforestación. Algunos, como el comisario ejidal de Buenavista, dicen que “quisieran conservar el monte, pero nada más saben cultivar la piña” (aunque la piña tampoco es un cultivo tradicional y mucho menos maya). ¿Por qué, entonces, ha causado tanta animadversión la propuesta de establecer un área natural protegida que incluya el cuerpo lagunar y un área de tierra firme a su alrededor?

Si la intención de quienes dicen oponerse al proyecto es garantizar que se les consulte escrupulosamente a lo largo de todo el proceso que implica la creación de un área protegida (la formulación de un estudio técnico justificativo, el diseño del polígono del área, la emisión del decreto que la establece, la formulación del programa de manejo y la presentación del manifiesto de impacto regulatorio correspondiente), bueno y pase; aunque creo que demasiadas consultas pueden resultar excesivas y constituirse en un escollo innecesario para la realización de un proyecto que bien puede resultar del todo legítimo.

Sin embargo, parece que la cosa va más allá de la necesidad de ser consultados: trece ejidos, convocados por sus comisariados, han generado actas de asamblea donde hacen constar su negativa a que se establezca un área protegida que interese a sus dotaciones de tierra. Aparte de que no es frecuente ver que tantos ejidos se unan alrededor de una sola causa (cosa que en principio resulta alentadora), el que lo hagan para oponerse a un proyecto que en nada les perjudica y que incluso debe contribuir a que puedan diversificar sus actividades productivas y mejorar sus ingresos, da mucho que pensar.

Muy probablemente, la raíz de la negativa de los ejidatarios (que por cierto han mostrado su anuencia a la promulgación de un programa de ordenamiento ecológico, que dicho sea de paso, se encuentra alineado con el proyecto de conservación de la laguna de Bacalar) se encuentra en la ya generalizada desconfianza frente a cualquier acción emprendida por una agencia gubernamental.

Pero la desconfianza, encerrado en el odioso neologismo de “sospechosismo”, es un arma de múltiples filos: lo mismo desconfiamos de las acciones de gobierno, como de las acciones de grupos organizados que no parecen responder a motivos claros, y que se sustentan en informaciones imprecisas y sesgadas, que generan confusión. En el caso del área protegida propuesta para la laguna de Bacalar, solamente se ha formulado un estudio técnico justificativo, por parte de una organización no gubernamental (Amigos de Sian Ka’an, A. C.), a petición de la Comisión Nacional de áreas Naturales Protegidas (CONANP).

A lo largo de la elaboración de ese estudio, los consultores sostuvieron múltiples entrevistas y talleres con representantes de los mismos ejidos que hoy se oponen al establecimiento del área. Quizá no haya sido una consulta suficiente para esta muy preliminar etapa del proyecto. Pero, y aquí asoman su fea cabeza la desconfianza y la sospecha, resulta extraño que de pronto esos mismos grupos ejidales se muestran tan reacios a la conservación, que en nada les perjudica, ni les despoja de sus tierras, ni impide que se apropien de los recursos naturales y servicios ambientales que se encuentran en ellas.

Quienes sí se pueden ver afectados son los propietarios y posesionarios de predios en los márgenes de la laguna, algunos de los cuales han apostado especulativamente por la detonación de un desarrollo turístico convencional, que les permita vender sus terrenos a precios jugosos, para el establecimiento de infraestructura para el turismo. Quizá perciban el establecimiento de un proyecto de conservación, como un elemento que reste plusvalía a sus bienes raíces. ¿Será entonces que hay por ahí “manos que mecen la cuna”, desde la oscuridad y el clandestinaje? No me sorprendería.

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