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del

Cristina Pacheco
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Lunes 18 de diciembre, 2017

Los arreglos para el viaje se copiaban año con año, pero en nosotros, como niños, había un cambio: éramos más altos y vestíamos ropa pequeña para nuestras nuevas proporciones, cosa que a nadie preocupaba. Lo importante era el viaje de regreso al pueblo y a la casa con arcos, patio sonoro de canarios, pisos de ladrillo rojo, almanaques de Helguera en las paredes y un Cristo inmenso encima de la puerta que daba al corral.

Por la emoción de viajar sin la tutela de un adulto y el temor a perder el tren, pasábamos las horas consultando el reloj para asegurarnos de que llegaríamos puntuales a la estación de Buenavista. En medio del desvelo, en el cuarto compartido se escuchaban las mismas advertencias de cada diciembre: "Saludan a su abuela besándole la mano". "Se levantan y tienden su cama". "Después de comer, alzan y lavan sus platos". "Obedecen a sus tías". "No se crean de lo que les diga su tío Quirino: el pobre está malito y le da por inventar cosas".

El tono reiterativo de aquellos consejos nos arrullaba y al amanecer caíamos en un sueño inoportuno hasta la hora de salir rumbo a la estación. Envuelta en la bruma temprana y las nubes de vapor, Buenavista adquiría un aspecto irreal. Esa atmósfera afantasmaba a los viajeros apresurados, los cargadores, las parejas, las familias despidiéndose. La nuestra era una de ellas.

En cuanto subíamos al vagón, desde el andén, mis padres seguían dándonos bendiciones con gran solemnidad –como si nos fuéramos al otro lado del mundo– y nos hacían jurarles que íbamos a escribirles todos los sábados. “Muy queridos papacitos: Llegamos bien y estamos muy contentos. Hoy fuimos al cine de don Rafa y mañana iremos al rancho. Será algo triste. [i]Esigual[/i] se escapó. Ahora cuida la casa otro perro que se llama [i]Pinto[/i]. Lo enseñaremos a jugar. Bueno, es todo. Reciban besos de sus hijos que tanto los quieren... (Desde luego, la carta era dictada por alguna de nuestras tías.)

[b]II. Postales[/b]

En la segunda clase las bancas eran corridas, de madera. Los viajeros colocaban debajo de sus asientos las cajas de cartón o los atados que eran su equipaje. Antes de que arrancara el tren, el porter –cachucha, traje de tres piezas y reloj de leontina– recorría el vagón para comprobar que los viajeros llevaran su boleto.

Luego, inesperadamente, el ir y venir del tren hasta que al fin tomaba ruta. Los andenes iban quedando atrás y aquella parte de la ciudad, arbitraria e inhóspita, se diluía conforme avanzábamos por una intrincada maraña de vías.

[b]III. Huizaches y postes[/b]

En los caseríos, las mujeres, con sus hijos en brazos, miraban con azoro el paso del tren que poco a poco iba entrando en un territorio semidesértico, salpicado de huizaches y de postes por donde –según mi primo Joaquín– pasaban nuestras voces cuando le hablábamos por teléfono a la abuela o ella a nosotros.

El tren hacía paradas en estaciones solitarias. Desde las ventanillas abiertas oíamos los amenazantes ladridos de los perros y las voces agudas, quejumbrosas, de las vendedoras que ofrecían servilletas, gorditas, pan, dulces o las ristras de limas que saturaban el aire con su olor, anticipo de las piñatas y del ponche que beberíamos durante las posadas en el pueblo: estación de madera, insectos revoloteando en torno al único foco, calle de tierra suelta, portones mustios, tapias de adobe, farolas que apenas combatían la oscuridad; en el zócalo, un quiosco, bancas solitarias y árboles de clavo enlutados por el plumaje negro de los tordos.

Aunque cansados del viaje y ansiosos por llegar a la casa de la abuela en el único automóvil de alquiler, esperábamos el momento de pasar frente a la zapatería de las Muñiz. Era célebre por su atracción: [i]Mimosa[/i], una changuita llegada de no se sabía dónde. Vestida de encaje y con aretes largos, jamás salía del aparador, en donde se pasaba las horas haciendo monadas y meciéndose en su columpio de soutache.

Aquel diciembre encontramos bajada la cortina metálica de la zapatería. [i]Mimosa[/i] había muerto en septiembre. Sus muchos años de vivir en el pueblo le dieron el derecho de ser enterrada en el panteón, a prudente distancia de las tumbas. Gil, el sepulturero lo vio como un sacrilegio, pero aceptó inhumar a [i]Mimosa[/i] al otro lado de la reja que cercaba el camposanto. Tiempo después, por carta de mi abuela, supimos que Gil había muerto ahorcado.

[b]IV. El regreso[/b]

Por divertidos que hubieran sido las fiestas y los paseos por los alrededores, llegaba el momento en que a mis hermanos y yo sentíamos el ansia por volver a la ciudad, a las calles siempre animadas, a la vecindad y los amigos, a mi madre y sus historias. Las recuerdo con la nostálgica alegría de aquellos viajes decembrinos rumbo al pueblo. Estación de madera. Tapias de adobe. Árboles vestidos con el plumaje de los tordos. [i]Mimosa[/i] en el aparador iluminado.


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