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Rodrigo González M.
Foto: Tomada de la web
La Jornada Maya

Jueves 1 de febrero, 2018

La semana pasada transcurrió sin mayores complicaciones. Eso, por un lado, se debe a que acá en Mérida todo pasa muy despacio, así que cuando algo se complica, hay tiempo para que se arregle. Por otro lado, también existe cierta predisposición en la península a lo que yo llamo el ablande, y defino: el ablande es ese estado en el cual la lentitud de los acontecimientos ya no te afecta, y se sustituye poco a poco por un goce casi obligado de las circunstancias predominantes.

Y fue así como, bien instalado en el ablande, el jueves pasado la sala del cine nos ofreció [i]Perfectos desconocidos[/i], la nueva película de Alex de la Iglesia, remake español de la cinta italiana Perfetti sconosciuti, de Paolo Genovese.

La película no pretende ser una obra de arte pero es, sin lugar a dudas, una comedia inteligentísima y enormemente disfrutable. A pesar del sello sardónico y virulento de De la Iglesia, la trama es en realidad muy simple: un grupo de amigos se reúnen a cenar y para ponerle emoción a la reunión deciden jugar un juego donde todos los asistentes ponen sus teléfonos celulares al centro de la mesa y cualquier mensaje de texto, WhatsApp o llamada telefónica tiene que ser compartida con todos en voz alta. Una exquisita receta para el desastre.

Lo maravilloso de una comedia así es que se atreve a retratar los comportamientos horrorosos y comunes del día a día y se presenta ante nosotros como un espejo nada distorsionado que nos deja ver lo amargo de nuestro presente.

A final de cuentas, en una época como la que vivimos, es imposible que alguien no tenga en su teléfono celular algo de qué avergonzarse o que prefiera mantener en la más estricta y personalísima privacidad, y sin embargo, la tesis de la cinta pone a sus personajes -y a nosotros, los espectadores- en la máxima de que “el que nada debe nada teme” y anda ve tú a saber la cantidad de oscuras pequeñeces que se asomarían en una circunstancia como esa.

La pregunta que viene entonces es si uno mismo estaría dispuesto a jugar el juego. Yo pienso que difícilmente. El teléfono celular, esa gran promesa tecnológica de nuestra era, el gran salto cuántico que nos liberaría de los escritorios, de las oficinas, de las ciudades, y que nos permitiría seguir conectados al mundo aunque estemos en su rincón más remoto, se ha convertido en el método de esclavitud por excelencia de este siglo. En lugar de ser una herramienta a nuestro servicio, se convirtió en una extensión de nosotros, en un agente delator, un espía, una incertidumbre, una ventana indiscreta a nuestros gustos, nuestras filias y fobias, a nuestra intimidad; se convirtió en un espacio obligatorio del que no podemos desaparecer so pena de perder hasta el trabajo; se convirtió en el rector tiránico de nuestra pertenencia social.

La línea que solía separar lo público de lo privado ha sido alterada por el teléfono móvil hasta el punto del desconocimiento y la confusión absoluta. Las conversaciones en WhatsApp están siempre a un paso de volverse públicas si nuestro interlocutor así lo decide, y nuestra información bancaria corre el riesgo de ser robada por una empresa de datos gracias al wifi gratuito de cualquier aeropuerto. Nada está a salvo. Ni los correos electrónicos, ni los post privados o públicos en Facebook, ni nuestra cuenta de Instagram. Porque el móvil no hace distinción entre las fotos que tomamos de las fiestas de los sobrinos o las fotos del álbum escondido que nadie sabe que teníamos hasta que se nos pierde el celular.

Sin embargo, creo que hay otra reflexión más profunda que esta cinta pone sobre la mesa y refleja el absurdo cotidiano de la tecnología y nuestra interacción con ella: ¿Qué dosis de ignorancia se necesita para que las relaciones funcionen en esta época?, ¿acaso la respuesta para lograr la felicidad en las relaciones de pareja es mirar siempre al otro lado?, ¿o simplemente deberíamos abrazar la idea de que todos tenemos derecho a un espacio privado de absoluta inviolabilidad que empieza en el teléfono celular y se extiende a todo nuestro entorno digital?, ¿cómo y en qué momento, en esta época de gratificación instantánea, se puede equilibrar la honestidad que debería imperar en todas nuestras relaciones y la deshonestidad que impera en las redes?

Yo confieso que no lo sé, pero les diré algo: desde la semana pasada no tengo teléfono celular y entre eso y el ablande que me invade, me he sentido muy liberado. Ya les contaré si cuando recupere mi teléfono la siguiente semana logro mantener este mismo estado de satisfacción y de goce por las cosas más inmediatas. Yo creo que valdría la pena intentarlo.

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