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Rafael Robles de Benito
Foto: Infoqroo
La Jornada Maya

Miércoles 21 de marzo, 2018

Hace unos días, en un canal de televisión local de Quintana Roo, una suerte de reportaje acerca de una comunidad del municipio de Bacalar, donde los residentes, campesinos empobrecidos –como la mayoría de los campesinos de este país–, denuncian la presencia de un jaguar cerca de sus viviendas, y lo acusan de haber acabado con todas sus aves de corral, herido a seis perros y consideran que amenaza a sus hijos, se preguntan qué vale más, si sus niños, o el animal en cuestión. La respuesta es, desde luego, más que obvia, y hacerla coloca a la discusión en un plano francamente irresoluble. Nadie va a poner en cuestión el valor supremo de la vida humana.

Por otra parte, el reportaje nunca muestra evidencia alguna de los ataques, fuera de una huella apenas perceptible. Tampoco dice una palabra alrededor de la importancia de los jaguares como cúspide de las cadenas alimentarias terrestres, o de su papel como indicador de la salud de los ecosistemas y, por tanto, de la sustentabilidad del desarrollo de la región. Y tampoco hace mención alguna acerca del hecho de que matar un jaguar, individuo de una especie en peligro de extinción, constituya un delito ambiental que conlleva una pena corporal. Se limita a condenar “la ausencia de la autoridad”, y de paso satanizar al felino, calificándolo de peligro para los hijos de los campesinos. Esta posición incrementa los ratings de la televisora, sobre todo entre los sectores de la población que ven en la preocupación por el medio ambiente y la biodiversidad como un lujo burgués. Y eso, incrementar el rating, parece ser lo único que interesa a medios como éste. Aquello de difundir la cultura, o contribuir a la educación no formal y al robustecimiento de la conciencia ciudadana está muy lejos de sus objetivos.

Pero empiezo a divagar. El punto es que el reportaje del que hablo me fue enviado por un colega educador ambiental con quien sostengo desde hace días un largo diálogo alrededor de la presencia de jaguares en la península de Yucatán, sus implicaciones ambiental y sus interacciones con las comunidades humanas. La preocupación de este compañero es determinar cuál es el mejor mensaje posible para encarar, desde el punto de vista de la educación ambiental, los conflictos generados por el hecho de que los jaguares y las comunidades rurales comparten territorio. Al pensar que el haberme mandado este video me invitaba a participar en una conversación acerca de estos temas con la comunidad de educadores ambientales y organizaciones conservacionistas, tuve la peregrina idea de comentar a través de Facebook, que considero a los jaguares inocentes hasta que se demuestre lo contrario.

Las respuestas fueron inmediatas, y casi todas virulentas. No encontré en ellas argumento alguno. Se limitaban a decir que soy un marica y un pendejo, o a retarme a pararme frente a un jaguar, a ver si así seguía pensando que es inocente. Más allá de que esto deja en claro cuál es el universo de televidentes del canal de marras, lo preocupante es que también esclarece cuál es el bajísimo nivel de conciencia entre la población acerca de los problemas vinculados con las relaciones que se establecen entre la sociedad y el medio ambiente. En consecuencia, también pone el acento en el vacío que tiene por cubrir la comunidad de educadores ambiental, empeñada en contribuir a la formación de esta conciencia: una tarea titánica sin duda.

Desde otro punto de vista, todo parece indicar que la participación de la autoridad ambiental frente a este caso se ha limitado hasta el momento a advertir a la comunidad que si matan al jaguar estarán cometiendo un delito. Hasta donde sé, no se ha llevado a cabo una tarea a fondo de diagnóstico del problema local, ni se cuenta con un protocolo claro y consistente acerca de cómo se debe lidiar con una situación de este tipo. Esa es una asignatura pendiente, tanto para la Dirección General de Vida Silvestre de la Semarnat, como para las organizaciones no gubernamentales ocupadas en promover la protección de los felinos americanos en nuestra región.

También habría que encarar con seriedad la discusión acerca de los impactos que los grandes proyectos de obra –públicos y privados– pueden tener en la conectividad ecológica, y las consecuencias que esto pueda tener para la abundancia y distribución de las especies emblemáticas de la biodiversidad regional, de tal modo que la construcción de obras como el tren peninsular proyectado contemplen en su diseño y construcción salvaguardas que permitan evitar, o al menos abatir, dichos impactos.

La tarea es a todas luces enorme. La presencia de medios de comunicación absolutamente irresponsables, y la hondísima brecha educativa existente entre los sectores interesados en la conservación de la naturaleza y el resto de la población –de todos los niveles económicos y educativos–, hacen que esta tarea resulte aún más formidable. Ojalá que este tema se pueda colocar en el corazón del próximo congreso internacional sobre jaguares, que tendrá lugar en el mes de junio, y que no nos limitemos a bañarnos en la tibia luz de la aparentemente buena noticia de que las poblaciones de jaguares parecen haber aumentado diez por ciento en años recientes. La verdad es que hay pocas razones para mostrarse optimista.

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