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Entre la memoria y una ceiba

Remover la estatua de los Montejo no solucionaría el problema identitario, sólo lo escondería por más tiempo
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

Uno de los grandes privilegios que da trabajar en la redacción de un periódico es conocer con anticipación cómo saldrá la edición. Así, leí el día cuatro, mientras en Valladolid se conmemora un aniversario más de una de las más grandes mentiras en la historia de Yucatán (la llamada “primera chispa de la Revolución”), el artículo en el que Carlos Escoffié Duarte, quien había estado inactivo como colaborador de La Jornada Maya, responde a un escrito de mi autoría. Siguiendo el debate, escribí en el aniversario de la horrorosa tragedia de la guardería ABC, pensando en cuántas falsedades nos construimos como sociedad para mantener cierta paz.

Agradezco que tengamos coincidencias. Es siempre un punto para comenzar a construir, y creo firmemente que ese debe ser siempre el objetivo del intercambio de ideas.

Me llama la atención ser calificado de negacionista. A mi entender, esta postura la tiene quien niega un acontecimiento (la Conquista) y pretende sustituir un monumento por otro símbolo que no ofenda la memoria de otro grupo, cuando en la sociedad está compuesta tanto de la raíz indígena como de la española; y habría que incluir también la negra, y las migraciones china, coreana, a los deportados yaquis y a los migrantes libaneses y alemanes, por decir algunos. Negacionista es avergonzarse de una de las raíces y reconocer a otra como la única capaz de bondad. Por ese motivo no veo como solución sembrar una ceiba al inicio del Paseo Montejo; el problema identitario seguirá ahí, nada más se le escondería por más tiempo. Muy parecido al personaje Susanita, de la historieta Mafalda, que responde que bastaría esconder a los pobres, en lugar de garantizarles alimento, vivienda y educación.

Revaluar el pasado para tomar decisiones sobre la sociedad que queremos para el futuro requiere precisamente conocer ese pasado, y debe conducirnos a replantear nuestra relación con él mismo, no a la destrucción de la urbe. Estoy seguro que la nomenclatura de Mérida contiene errores e injusticias, aunque algunas de ellas las corrigen sus propios habitantes. Hoy, por ejemplo, me parecería horrible dedicar una calle o edificio a un golpeador de mujeres.

Diré, eso sí, que prefiero una ciudad con más monumentos, lo más incluyente posible. E insisto en que remover una estatua nos acerca más al fascismo que a la democracia, nos hace más próximos a vernos retratados como el personaje de Jaime Moreno en la película La India: dispuestos al parricidio, y en el proceso asesinando a nuestra propia madre.

Si en esta discusión hace falta la presencia maya, valga recordar que este periódico nació con el propósito precisamente de hablar con los mayas, no de ellos. En varias ocasiones ya hemos dado a conocer la propuesta de nomenclatura para Mérida que ha realizado Fidencio Briceño Chel. Sin embargo, hace poco más de 100 años, una discusión sobre la existencia de la esclavitud en las haciendas henequeneras yucatecas le costó más de tres años de cárcel a Tomás Pérez Ponce y Carlos P. Escoffié Zetina, además de un boicot de anunciantes al diario El Peninsular, de la propiedad de José María Pino Suárez, quien terminó perdiendo su empresa. Sobra decir que en ese entonces tampoco estuvo presente la voz maya.

Tenemos que reconocer que, al menos en Yucatán, ha sido más fácil el reconocimiento de derechos lingüísticos que el derecho a la autodeterminación, por ejemplo. Esto lleva a cuestionar si los actuales despojos sistemáticos a las comunidades indígenas –porque no son sólo mayas y este problema no es exclusivo de la península– tienen raíces en la época colonial. De ser así, la solución pasa por otros caminos, no solamente por el discurso urbanístico de Mérida. Debemos revisar nuestros entramados legales, que los parámetros de equidad de género obliguen también a la representación indígena en el Congreso, así como a un mínimo número de regidores. 

Mientras, esconder el trauma de la Conquista no nos ayudará a crecer como sociedad y menos a ser incluyentes. Nos quedamos en el nivel simbólico sin la voluntad para entender ese símbolo, deconstruirlo y darle un nuevo significado, que trascienda precisamente el nivel simbólico.

Hoy carezco de elementos para evaluar por qué la Secretaría de Educación Pública le adjudica avaricia, despojo y dominación a Hernán Cortés. En los años 80, cuando cursaba el cuarto año de primaria, mi libro de historia de México incluía un apartado en el que se mencionaban las diferencias de la conquista de Yucatán; de manera que entre lo que menciona mi interlocutor y mi recuerdo, deduzco que el Estado retomó la narrativa de la historia única, sin conceder diferencias a las regiones. No se trata exclusivamente del dolor de los conquistados, sino de forzar una visión única de la historia para todos.

La controversia sobre Hernán Cortés es otro tema, en el que habría que considerar más que nada la mentalidad y más que nada la ideología de sus impugnadores. Desde 1823, don Lucas Alamán escondió sus restos, que terminaron en un muro de la iglesia de la Purísima Concepción y Jesús Nazareno, en la Ciudad de México. Una estatua a él, erigida en Medellín, apareció un día pintada de rojo, vandalizada. Lo único que esto demuestra es que a casi 70 años de haberse publicado El Laberinto de la Soledad, seguimos con el síndrome de hijos de la chingada descrito por Octavio Paz.

Esconder monumentos, cambiar nombres, plantar ceibas, representan una narrativa clara: el “progreso” y la “inclusión” justifican que el autoritarismo de lo políticamente correcto nos imponga la desmemoria. Y lo siento, preferiré siempre una ciudad que me haga preguntarme cómo llegamos a lo que hoy somos y si de verdad podemos hacer algo mejor como sociedad, a una ciudad que solamente sea identificable en “letras turísticas”. De llegar a eso, ya habremos perdido todo. Entre tener memoria o un árbol, me quedo con la memoria.

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