de

del

Maku Lignarolo
Foto: Cuartoscuro
La Jornada Maya

Miércoles 27 de junio, 2018

¿Qué le digo a un amigo español que me pide una experiencia real con mayas de hoy? “No quiero escenografía, ni recreaciones”, me dice.

“Sencillo”, le contesto, “¡vamos a visitarlos!”

De Tulum nos enfilamos hacia la llamada zona de transición, pasamos por los pueblos Macario Gómez, Manuel Antonio Ay, Francisco Uh May y finalmente Cobá.

Pedimos información a un hombre que conducía un triciclo de marquesitas, “¿Para la zona maya? por favor”.

Nos señala la carretera que se pierde entre árboles y palmas. Pasamos la Casa de Cultura, dejamos atrás las construcciones, los tendajones, la señal de teléfono y de WIFI.

Por la hora, imagino, no nos cruzamos con ningún coche en todo el trayecto; eran las 2 de la tarde. De Cobá a Chanchén nos tomaría una hora, nos dijeron, pero la carretera en mal estado condiciona nuestra velocidad, nos lleva 30 minutos más llegar.

No obstante, me sorprendo de la gran animación que encuentro en Chanchén, un pueblo de no más de mil habitantes; por ser el más grande de la zona es el centro de todos los eventos y festividades.

En la plaza se preparan para la fiesta de la Virgen de Lourdes y las ahora comunes tiras de plástico picado ondean por doquier. Veo una improvisada empalizada donde habrá toros y el domo deportivo al rato tendrá la vaquería. Las banquetas están recién pintadas y las calles recién pavimentadas, por eso me sigo de largo al no reconocer la Casa de Ignacia y Marciano que no visito desde hace un tiempo, otrora destapada y llena huecos.

Marciano nos recibe con elegante guayabera y con una sonrisa. Nos invita a entrar a la casa de estilo tradicional maya; bajareque y techo de palma. Pero es Ignacia quien toma la palabra y le muestra a mi invitado cómo se organizan. El primer cuarto es el dormitorio, vemos las cuatro hamacas recogidas de Saúl, Lilia, Josue y la de ellos dos. Me recuerda que la ultima vez que vine tenían piso de tierra y ahora tienen uno firme de cemento pulido que hace a la vivienda más ordenada y limpia. Ahora cuentan con otro cuarto donde veo dispuesta la mesa para comer. Salimos a su patio donde está el huerto, con sus camas listas, con composta y cenizas, para recibir las semillas, pues nos dicen que acaban de cosechar. En el gallinero los gallos y gallinas se alborotan con nuestra presencia; revolotean alrededor de unas hojas de chaya que les pone Marciano y que se comen en medio del cacareo bullicioso. Ignacia nos cuenta que ya tienen una producción de huevo cuyo excedente venden o intercambian con los vecinos. Marciano nos enseña con gran cuidado sus abejas meliponas dentro de sus jobones tradicionales, de tronco de árboles, y los nuevos en cajas de madera, adaptadas para su mejor manejo y productividad. Para poder acercarnos a verlas nos hace limpiar las manos con agua de hojas de balché, para desechar las malas energías que perciben las abejas, nos dice. Probamos su miel que saca directo de los recipientes en forma de cantaritos que las abejitas han hecho dentro del jobón. Sabe a flores de achiote, de guayabo, de limón, de la palma chit ¡Que delicia!

Vemos a la abuelita que sale de la casa vecina y la invitamos a unirse al grupo. Se excusa porque trae sus manos llenas de harina de maíz y me cuenta que estaba desgranando.

Para entonces estábamos hambrientos y las tortillas hechas a mano calientitas nos esperaban envueltas dentro de jícaras sobre la mesa. Ignacia nos presenta los platillos al igual que cualquier chef; lo aprendió desde hace algunos años cuando gano el primer [i]Concurso de Gastronomía Maya de Quintana Roo[/i], realizado en aldea Zamá.

Comienza con el relleno negro de cerdo; nos presenta el famoso recado negro, ingrediente esencial de muchos platillos de la península y de dónde le viene el color, una suerte de especies y chiles asados tatemados al carbón. Huevo de la casa bañados con salsa de pipián, que hace a partir de la pepita de calabaza asada que muele y sazona, explica. Y por último el chilmole de frijol, lleno de sabor de varios chiles, pasta de achiote, pimienta, comino, orégano y ajo. Para espesarlo masa de maíz. Todos los platillos tienen un sabor común, el de la leña. “Efectivamente, no tenemos ninguna estufa”, nos dicen. Para tomar nos brindan agua de chaya con limón y jamaica. Todo estaba muy rico, con la sazón de quien sabe cocinar y hace las cosas con cariño.

De regreso venimos platicando acerca de la experiencia que habíamos tenido. Mi amigo español estaba impresionado con Ignacia, a quien llamó una mujer empoderada. Ambos estábamos admirados de cómo la joven pareja estaba orgullosa de su origen, orgullosa de mostrar como hacen las cosas, orgullosa de quienes son y cómo se organizan para generar a modo propio su sobrevivencia.


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