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Giovana Jaspersen
Foto: Fabrizio León
La Jornada Maya

Viernes 27 de julio, 2018

Si seguimos las reflexiones “Kunderinas” acerca de la vida como este gran montaje teatral improvisado, con público y sin enmiendas, en el que salimos sin ensayo a hacer lo que se puede, de acuerdo al tiempo y los personajes, veríamos cómo los hitos temporales de lo convencional en nuestra toma de decisiones recuerdan más el teatro del absurdo que a un ensayo y ya. Somos, muchas veces, el ensayo del error.

La responsabilidad nos viene en la ternura de lo incierto, cuando se pregunta insistentemente a los niños ¿qué serás de grande?, y entre lo fantástico y lo (des)conocido, el futuro filólogo responde que quiere ser albañil; la neurocientífica que quiere ser mamá; y quien habrá de ser contador, como su padre, responde impetuosa y sabiamente que quiere ser astronauta. Pero el juego se hace real también temprano, y en medio de la efervescencia adolescente decidimos educación y futuro “para toda la vida”, cuando en muchos casos no se tiene soberanía ni para decidir el almuerzo. Y valdría preguntarse si es el mejor momento o por qué se juzga a quien no sigue ese camino.

¿Cuándo somos adultos? ¿En qué momento se alcanza la madurez? Si lo preguntamos al azar, será muy difícil encontrar a alguien que lo relacione con la inteligencia emocional, templanza en el carácter, y aún mucho menos, a la persecución o alcance de cierta armonía. Por el contrario, la mayoría lo relacionará con el pago de las cuentas, el matrimonio, la percepción de un salario, la salida de la casa familiar o la concepción; la mayoría de estos tránsitos, en medio de la adolescencia.

Tradicionalmente hemos tomado las riendas de la vida profesional y junto con éstas también las de la vida personal. Y estamos habituados a ver fotos nupciales de niños, cargando con el peso de toda la vida; vistiéndose de un “hasta que la muerte los separe”, con vidas de una sola oportunidad, que por la edad, son casi ruleta rusa. Y vemos después, o incluso antes, a niños que educan niños, y les preguntan qué serán de grandes, sin saber muy bien aún qué son ellos o qué quieren ser, pues andan a diario por lo que deben ser.

Así, las decisiones con mayores implicaciones en relación a su permanencia temporal, las solemos tomar en un periodo de diez años, que están plena y hormonalmente marcados por el desequilibrio y la falta de perspectiva futura, pues el futuro es un lugar extraño que siempre vemos cercano, como la montaña. Y vivimos de sensaciones y descubrimientos irracionales y experimentales.

Entonces los miedos, como hongos, germinan al paso del tiempo y la dimensión de los actos. Es cuando uno se pregunta ¿qué estaba pensando? Nos damos cuenta que no estábamos pensando, sino cumpliendo, y tiemblan las piernas frente a los cambios, a romper el molde de lo establecido. Vemos ya que mucho de la madurez se percibe en los miedos, las cosas que antes no nos atemorizaban caen como un balde. Y se espera terminar con todo aquello que dijeron se debía hacer, para poder alcanzar lo que finalmente se descubre se quiere ser. Esto, en el mejor de los casos.

Probablemente de ahí, venga parte de las razones por las que una revista anuncia que “Según los últimos estudios la felicidad de las personas inicia a los 50”. ¡Y pensar la cantidad de cosas que hemos decidido ya, antes de ser felices! Se explican, entonces las causas de octogenarios diciendo que ahora sí podrán viajar, pues sus hijos y nietos ya se valen por sí mismos; sin darse cuenta de que quienes no se valen ya por sí, son ellos. Sociedades frustradas, que andan con la espina de la cotidianeidad y dejan de reconocer que lastima.

Y si pensamos que las revistas mienten, habrá que ver las últimos cifras de la OMS advirtiendo que en el mundo tenemos 300 millones de personas deprimidas, el 4.4 por ciento de la población mundial. Problema de salud serio y siempre ignorado, que puede traducirse en malestar físico o tristeza; pero también en incapacidad, y que tiene también clara conexión con que cada año se suiciden cerca de 800 mil personas.

La depresión es hoy la segunda causa de muerte en el grupo etario de 15 a 29 años. ¿Qué solemos esperar que un joven haga a esa edad? ¿Por qué se están matando? ¿Por qué los jóvenes están tristes cuando están decidiendo futuro y forjando camino? Durante años se ha culpado a las comunicaciones, la información, la modernidad, sin detenernos a ver las crisis de sentido en relación a los saltos y lo que espera de ellos la generación previa, el otro.

La depresión va en aumento con un 18.4 por ciento en 10 años, sin atenderse, sin preguntarse. Nuestros jóvenes ya no son los mismos, y cada vez es más claro que no funciona el esquema. ¿No será momento de definir la madurez desde otros caminos?

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