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Historias de taxi

Ser mujer, doble peligro para las usuarias de Playa del Carmen
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

Su nombre es Pamela. Pidió un taxi y casi le cuesta la vida. Fue rociada con un químico en la cara, amenazada con una pistola, palabras y golpes. Pudo salir del vehículo gracias a la intervención de una pareja de extraños, y cuando fue a denunciar los hechos, la autoridad minimizó lo que había ocurrido. “No hay mucho por hacer”, le dijeron. Sin placas y sin número de unidad, el policía alzó los hombros y le recriminó que no tomó las pruebas suficientes para denunciar.

Como el caso de Pamela, hay muchos otros en Playa del Carmen. La mafia de los taxistas es bien conocida en esta ciudad, ya sea por sus tarifas altas, su forma de conducir o sus vínculos con el crimen organizado. Pero ser mujer es un doble peligro; Pamela no fue ni es ni será la única mujer a la que intentan secuestrar, violar o asesinar en la parte trasera de un taxi o en alguno de los lotes baldíos que abundan en el municipio de Solidaridad. Las calles oscuras y desordenadas de la urbe arropan a los conductores, quienes conocen cada rincón del bullicioso paraíso como la palma de sus manos.

Para muchas mujeres, deslizarse en el asiento de un taxi ha significado segundos y minutos de pánico y terror que parecen horas. Pamela fue atacada y amenazada; a otra la intentaron llevar a un sitio diferente de su destino original (“es más rápido, chica, hay menos tráfico”); a otra la miraron de forma lasciva e intimidante hasta que pidió parada en una zona más transitada. Hay quienes no tuvieron tanta suerte. Hay quienes no llegaron a casa o al trabajo.

Ser mujer y pedir un taxi en Playa del Carmen implica adquirir hábitos paranoicos pero necesarios: Fingir “no cerrar bien” para comprobar que la portezuela no tenga seguro para niños, mandar ubicación en tiempo real a familiares y amigos, llamar a alguien, a quien sea, y decir “estoy en camino”; sentarse detrás del conductor por miedo a que te apunte con una pistola, ignorar miradas y preguntas incómodas, decir que prefieres el aire caliente y húmedo del exterior al clima del vehículo. Y ahora, con lo que pasó con Pamela y las demás, memorizar placas, números de unidades, señas particulares del conductor… un trabajo extenuante que no debería hacerse –no habría por qué–, pero es ya casi obligatorio.

 

Un gremio protegido

Los taxistas, irónicamente, presumen de su sindicato, usan el logo del Volante como un estandarte donde sea que vayan, y el sindicato se regodea de ello, siendo los únicos en control del transporte público en la ciudad. Se alborotan si llega algo nuevo, bloqueando calles, agrediendo a quien se les atraviese, alegando que ellos siempre se han manejado en la “legalidad”. Así, se ofenden si les reclamas las tarifas infladas, pues “es lo establecido y justo”; se ofenden aún más si les recriminas su forma de conducir.

—Pues si no le gusta, bájese. Son 90 pesos —, dicen, si tienes suerte, y sólo manejaron diez minutos. No hay que ser sabio para saber qué pasa si te niegas a desenfundar los billetes.

No todas las unidades están afiliadas al sindicato, esto no es secreto para ningún solidarense. Son más de 2 mil conductores registrados y, como en todo, siendo uno de los negocios más lucrativos en Playa del Carmen, impera la corrupción y la lucha por el poder. Concesiones duplicadas, placas otorgadas por favorcitos, negocios  bajo el agua de los que los peces gordos hacen como que no ven, porque no les conviene, o porque les conviene monopolizar aún más un servicio público que debería ser competitivo, seguro y de libre elección.

¿Cómo podría un pasajero, local o turista, sentirse a salvo dentro de un vehículo que a duras penas avanza? ¿Cómo encogerse de hombros e ignorar los narco corridos que seis de cada 10 taxistas escuchan a todo volumen mientras serpentean por el laberinto que es Solidaridad? ¿Cómo estar tranquilo cuando en cualquier momento el conductor podría aprovecharse de la situación, sacar un arma, despojarte de tus bienes, quizá golpearte para incapacitarte, y, en el mejor de los casos, abandonarte en alguno de los muchos lotes baldíos del municipio?

Quienes han pasado por esto, o quienes apenas se enteran, buscan alternativas, pero hay muy pocas, si no es que ninguna. Los grupos de WhatsApp parecen la solución menos peligrosa, aunque también hay irregularidades que, como pasajero, te hacen desconfiar.

—Ya yegó (sic) la unidad —, avisa quien controla los mensajes, y efectivamente, el vehículo está en la esquina, luces intermitentes parpadeando e informándote que ya están cobrando la espera. Pero la unidad no tiene número ni logo; no hay ningún indicio de que sea taxista afiliado o a la espera de sus papeles. 

—Disculpe, no tiene número el coche.

—La unidad le está esperando.

—No tiene número ni logo.

—¿Va a cancelar?

Y es todo.

 

Al abrir la puerta

Hay veces que abres la puerta y notas que no hay manijas interiores, o sientes un hedor de alcohol, humo de cigarro y otros olores que quisieras no volver a sentir jamás; o en las que una sola mirada al conductor es más que suficiente para retroceder sobre tus propios pasos.

Un grupo de mujeres conductoras unieron fuerzas con el Taxi Rosa, otra alternativa que no es cien por ciento eficiente, pero te lleva a tu destino sin ningún contratiempo. Pocas, 15 apenas, brindan su servicio las 24 horas mediante un grupo de WhatsApp y con una tarifa de 15 pesos sobre la cuota del recorrido. Lo pides, tardan en responder y en llegar, pero llegan.

—Sí, perdón, nena, es que no somos muchas. No todas quieren, ¿sabes? Pero nosotras las seguimos invitando a que se unan. Cabronas. Ganan más rolando y subiendo a quien sea, eso sí. Somos como 50, 60 en todo Playa… tal vez más, pero se agüitan, que porque no les deja. Y pues no, pero es más seguro, para el cliente y para nosotras. No, no, también se suben hombres, conocidos, más bien. Nos encargan a sus hijos, a veces. Confían en nosotras, ¿sabes? Y es lo que ofrecemos, un servicio más amable, suave, cercano… Sí, es que los chavos, se pasan a veces, son como bestias, los he visto, y luego se meten en cada pendejada, se enchuecan. Qué triste.

 

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No es raro ver en las redes sociales y periódicos “Taxista muere baleado…” en la Colosio, en Villas, en InHouse, en Lilis, en el Ejido… “Balean a taxi; pasajero muere, conductor sale ileso”..., porque a veces la suerte es así. Los choques y accidentes también son comunes, casi siempre algún taxista involucrado. Son como bestias, y sí, bestias que se vuelan altos, que idealizan a narcos, que dan vuelta en las esquinas sin frenar, que usan el celular mientras conducen, que hablan en código, que tienen llamadas extrañas y hablan en voces temblorosas y apesadumbradas.

Pero estas bestias que también raptan, violan y asesinan, son sensibles cuando cuestionas su integridad; se ofenden si son grabados mientras te subes a su taxi. Resoplan como animales enfurecidos, ríen con desdén, le muestran el dedo a la cámara antes de pisar el acelerador.

—Ni que me la fuera a robar, carnal.

El relato de Pamela fue bajado de Facebook a casi un día de ser publicado, pero medios duplicaron su testimonio en diferentes plataformas para que no sea olvidado. Su testimonio duele de principio a fin, y duele más que al final se declara inocente: “no llevaba escote o falda, no iba ebria ni enfiestada, no era medianoche ni estaba sola en alguna calle oscura”, porque éstas son las justificaciones con las que la sociedad suele proteger al hombre.

La desventaja de Pamela y de las demás es, pues, bastante obvia: ser mujer es otro punto en contra a la hora de pedir un taxi, y aún no está muy claro qué puede hacerse para remediar la situación. Mientras, tanto Pamela como yo preparamos un spray de pimienta casero y cotizamos inmovilizadores eléctricos y navajas, por si las bestias.


*Este texto fue publicado originalmente en la edición impresa de La Jornada Maya el 31 de agosto de 2018.

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Edición: Mirna Abreu


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