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Felipe Escalante Tió
Foto: Ap
La Jornada Maya

Miércoles 12 de septiembre, 2018

El pasado domingo 10 ocurrió una de las más grandes tragedias para la cultura universal. El incendio del Museo Nacional de Brasil es comparable a la destrucción de ciudades antiguas que realizan grupos extremistas en Medio Oriente, con el agravante de que lo destruido era resultado de la reunión de piezas de diferentes culturas del mundo, haciendo el recinto semejante al British Museum o al Louvre.

La tragedia pudo evitarse, por supuesto, y eso es lo que debiera llamar la atención de todos los interesados en el patrimonio cultural. Pero la circunstancia de un país en crisis pareciera ser la disculpa de todo, cuando en realidad es la excusa para zafarnos o disminuir nuestra responsabilidad.

Alguien seguramente tendrá los números, pero podría apostar a que la asistencia al Museo iba en declive, especialmente entre los locales. Es decir, ya no era un factor de unidad para los brasileños; ha vuelto a serlo ahora que está prácticamente reducido a cenizas y lo ven como un reflejo de la actuación de su élite política. “Están quemando nuestra historia y nuestros sueños”, apuntó la maestra Rosario Hollanda, y en esta exclamación hay mucho de verdad, pero solamente parcial, porque también el pueblo brasileño abandonó su museo y éste no supo vincularse nuevamente.

Existen protocolos de actuación para estos casos, y algo falló. Ahora, las lágrimas son inútiles.

Sí, la pérdida del Museo Nacional de Brasil nos ha hecho llevar la vista y poner atención a la fragilidad de los museos, sin embargo, desde hace mucho no volteamos a ver a otros establecimientos igual o más frágiles que siempre han tenido relevancia pero que en estos momentos pudieran tener reflectores sobre sí, por su importancia para la vida institucional; me refiero a los archivos.

Hace ya mucho que se perdió de vista que los archivos suelen ser el eslabón más débil en la cadena de la administración pública. A principios de este siglo, la entonces directora del Archivo General del Estado de Yucatán nos decía a los trabajadores que, si había una oportunidad de movernos hacia los nacientes organismos de Transparencia lo hiciéramos, pues habría demanda para archivistas. En ese momento, su predicción falló.

Han tenido que pasar 15 años para que una ley tome en cuenta a los archivos, sin embargo, hay muchos más testimonios del poco valor que se les concede. El más reciente es el conflicto surgido en el Archivo General del Estado de Campeche, donde los trabajadores se quejan de malos tratos y humillaciones por parte de los directivos.

Ahora bien, los archivos llevan demasiado tiempo extraviados. Es frecuente encontrar que el personal de una institución ignora qué se realiza en esa área de la dependencia, y el apodo de “la ratonera” que se emplea en la película El ministro y yo, de 1975, está vigente. En el clima peninsular, es casi una constante que la habitación menos ventilada y con visibles huellas de humedad sea la destinada al “archivo muerto”, que por lo general se cierra con llave hasta que se necesita de un documento. Entonces se descubre que los “papeles viejos” que algún funcionario está dispuesto a quemar han cambiado visiblemente su composición química gracias a la absorción de agua del ambiente, el depósito de excrementos de insectos y/o roedores, o fueron invadidos por la termita que aquí llamamos comején.

La nueva Ley General de Archivos convierte a estas áreas en la espina dorsal de todos los sujetos obligados por la Ley General de Transparencia y Acceso a la Información Pública, por lo que debiera venir una transformación relevante del trabajo que se realiza en los archivos. Incluso, de la valoración del personal que ahí labore. Es necesario que estos departamentos dejen de ser el lugar de destino para los “indeseables”, o la zona de castigo, como alguna vez escuché de un litigante, quien pretendía enviar ahí a su auxiliar. Pobre, ignoraba que los abogados alguna vez fueron los más destacados historiadores en México y que precisamente de esa forma inició la carrera de un Edmundo O’Gorman.

En cuanto a los secretarios, directores, legisladores, jueces y magistrados (que los hay en todos los ámbitos de la administración pública) que sólo ven en el archivo papeles viejos que debieran quemarse, considero que debe invitárseles a dejar el cargo, pues no conciben la importancia de su puesto en la construcción del Estado.

¿Será necesario el fuego para poder ver que en los archivos se construye y preserva la memoria de nuestra sociedad, y la fragilidad perpetua de nuestra historia?

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