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José Juan Cervera
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Miércoles 24 de octubre, 2018

Para el ingeniero Carlos Perera Franco, relator incansable de la picaresca urbana.

En el mundo de la ficción literaria se aprecian algunos libros que han servido para conducir la trama de una buena historia. Se incubaron en la exuberante imaginación de un autor para fecundar con ellos la conciencia gozosa de sus lectores, transmitiéndoles la vibración que acaricia los campos florecientes del impulso creador. Podría pensarse en algunas obras que animan la literatura fantástica y de misterio, si se espiga por ahí algo de Lovecraft o de Michael Ende, libros imponentes que permanecieron nadando en la tinta de la inventiva sin tomar cuerpo definido, proyectándose en los espacios paralelos de la verosimilitud y de los delirios inquisitivos.

Emparentados pobremente con estas obras fascinadoras que germinaron dentro de otras se hallan unos cuantos esbozos y retazos que dieron salida a un apuro o a un arrebato de vanidad, acicalando la jactancia de los genios incomprendidos. Para conocer estos casos es necesario echar mano de las redecillas de la anécdota y esculcar la bisutería del ocio reparador que muchas veces propicia la gestación de grandes ideas, aunque luego éstas se diluyan en la inutilidad del esfuerzo doblegado en la cómoda mansedumbre de la inacción.

Un día en que la juventud de un grupo de contertulios removía sus tímidos rescoldos antes de transformarse en una edad provecta, llegó a un café del centro de la ciudad blanca un individuo de aspecto patibulario que siguió los pasos de un viejo conocido suyo. Ocupó un asiento y al escuchar una conversación que versaba sobre literatura preguntó cómo podía saber más de ella, porque su vida hasta ese momento únicamente sabía de hazañas espectaculares y hurtos de variable magnitud que lo llevaron a visitar muchas veces las celdas de la penitenciaría local. La poca confianza que inspiraba con su mirada aviesa era una invitación a buscar una coartada para repeler su presencia tenebrosa.

Alguien le sugirió conducir su iniciación literaria con la lectura de algunas obras sencillas pero de mucha sustancia, mencionando algunos títulos para que los solicitara en las bibliotecas o en las librerías, advirtiéndole que era preciso recorrer varias de ellas porque era común que se recibieran pocos ejemplares de esos libros tan importantes. Así fue haciendo su lista con títulos imaginarios como [i]Las sílabas suplicantes[/i], de Atanasio M. de la Espada y [i]Las bestias del abismo, cuadro animado del Pleistoceno[/i], de R. L. Cruzeiro. Ya en ese plan, otros concurrentes aportaron sus propias sugerencias apócrifas. Una semana después, el nuevo prosélito de las letras dirigió sus pasos una vez más hacia la mesa de café donde pediría más detalles para localizar siquiera alguno de los codiciados volúmenes.

Entre los animadores de la misma tertulia destacaba un aprendiz de escritor que siempre se jactó de ser un literato experimentado, quien aseguraba palpar la gloria reservada a las eminencias intelectuales. Se dio a conocer como Florentino Abdominal, seudónimo que adoptó para concursar en un certamen de poesía en el que de inmediato captó la atención del jurado, más por sus salidas de tono que por las dudosas virtudes de su escritura. En cierta ocasión conoció a un académico de una universidad foránea que se declaró deslumbrado cuando el ruidoso personaje compartió con él algunas recomendaciones para enamorar a las extranjeras que visitaban con profusión la ciudad en esa época del año, recursos que en realidad el arrogante versificador había visto poner en práctica a un avezado gabachero al que siempre quiso emular sin éxito.

El académico le propuso redactar un manual para cortejar mujeres extranjeras, con la promesa de hacérselo publicar con el sello de la universidad que representaba. La aceptación del proyecto no se hizo esperar, pero el anhelado producto nunca llegó, después de todos los plazos agotados con sus respectivas prórrogas, hasta que dos años después el frustrado solicitante recibió, ante el nulo progreso en la redacción de la obra, una explicación que postulaba la inminente venganza del gremio de gabacheros contra quien revelase sus preciados secretos. Tan frágil argumento apenas podía encubrir la indolencia de quien siempre prefirió invertir su tiempo en beber incontables litros de cerveza a costa de sus conocidos, entretenimiento que contribuyó a acentuar su imagen de típico bohemio.

Florentino Abdominal esgrimía con frecuencia su presunta condición de lector voraz, conocedor absoluto del canon universal en todas sus variantes. Llegó el día en que uno de sus amigos quiso poner a prueba la veracidad de sus palabras, confiando a sus acompañantes haber leído un libro de Joe DiMaggio con prólogo de Babe Ruth, aseveración que hizo exclamar desdeñoso y altivo al escritor en ciernes: -¡Ah, ya lo leí, es una basura! Este episodio dio nuevo lustre a su prestigio de erudito, digno de un ciudadano de buen juicio.

Como se observa en estos ejemplos, hay libros que siguen esperando al aguerrido letrado que se proponga escribirlos, y lectores que van tras la pista de obras que el ingenio y la malicia de alguien han hecho pasar por auténticas.

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