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Nalliely Hernández C.*
Foto: naturalscience.org
La Jornada Maya

Martes 27 de noviembre, 2018

Uno de los debates más álgidos durante las últimas décadas en materia de biotecnología y, aparentemente, sin posibilidad de acuerdo entre las partes, es el del uso de los organismos modificados genéticamente. Hemos visto circular artículos de divulgación científica que exponen categóricamente los argumentos a favor o en contra de su desarrollo y uso como cuestiones de hecho.

Por un lado, un conjunto de científicos publica artículos especializados mostrando que su consumo es completamente inocuo para la salud, y que estos organismos permiten resolver un conjunto de problemas para la agricultura, como las plagas, además de dar una respuesta al problema del hambre a nivel mundial; por otro lado, hay científicos que hace lo propio para mostrar efectos nocivos y en ocasiones terribles para la salud a mediano y a largo plazo. Los partidarios de esta posición suelen argumentar que este desarrollo tecno-científico ha llevado a la privatización de semillas y especies que tradicionalmente han sido patrimonio de comunidades y pueblos campesinos, pauperizándolos, y afirman que se trata de una falsa solución al hambre global, y que más bien es un problema de distribución y no de producción de alimentos.

Parecería que para todos los científicos la conveniencia o inconveniencia de la modificación genética es un hecho incontrovertible. Es decir, para unos los hechos científicos provenientes de experimentos y pruebas nos indican que la modificación genética de organismos es una vía que trae beneficios a las sociedades, ya que resuelve un conjunto de problemas en torno al tema de los alimentos. De la misma forma, para los otros, también son los hechos científicos los que nos dan el diagnóstico opuesto.

Entonces ¿por qué los hechos científicos nos pueden decir cosas contradictorias?, ¿es que unos científicos tienen un mejor acceso a estos hechos que los otros? Si es así, ¿por qué no reconocen estos otros los argumentos y pruebas de los unos, si de ambos lados encontramos profesionales honestos y capacitados?

Quizá una parte de las respuestas reside en la imagen filosófica que tenemos de la ciencia. Tradicionalmente se piensa que la ciencia es una actividad objetiva y racional que estudia los fenómenos naturales a través de un método riguroso que permite descubrir las leyes de la naturaleza. Dicha imagen, supone que la descripción científica de los fenómenos naturales debe ser independiente de los intereses y valoraciones de los científicos. En esta imagen, la ciencia es una disciplina que trata con hechos, desprovistos de valores, propósitos o intereses, y la objetividad de su saber está garantizada por sus métodos matemáticos y experimentales.

Sin embargo, algunos estudios históricos en la filosofía y sociología de la ciencia, particularmente durante la segunda mitad del siglo XX, ponen en duda estos supuestos. Dichos estudios muestran que la ciencia está inmersa en un contexto social y, por lo tanto, se encuentra parcialmente determinada por valores sociales o intereses humanos. Esta determinación tiene un aspecto burdo y otro más sutil. Por un lado, factores como la necesidad de financiamiento o la institucionalización del saber, en universidades o centros de investigación, la hacen vulnerable a los elementos políticos y a los valores que los grupos de poder ostentan en estos campos: este es el aspecto burdo.

El aspecto más sutil es que, como apuntan algunas teorías del conocimiento, de la ciencia y del lenguaje, los valores sociales y los intereses humanos están entretejidos con el lenguaje que usamos para describir los objetos científicos. Autores como Paul Feyeranbend, Hilary Putnam o Heather Douglas argumentan que la distinción entre hecho y valor es todo menos tajante y clara; que es difícil de sostener. Es decir, la investigación científica siempre está motivada y definida por determinados intereses, propósitos y prioridades, y éstos juegan un papel importante en la determinación de aquello que cuenta como evidencia y, por tanto, en el establecimiento de los hechos científicos.

Es decir, tanto la pregunta científica, como aquello que cuenta como respuesta válida, son elementos que se determinan por cómo se comporta el mundo y por los instrumentos de investigación que se presentan contextualmente y, en ese contexto, siempre aparecen valores e intereses. Cuando los científicos establecen determinados hechos o resultados científicos están comprometidos con valoraciones cognitivas y sociales.

Esto no quiere decir que los hechos científicos resulten arbitrarios o caprichosos, y tampoco que la relación entre un hecho y un valor sea única y clara, por el contrario, ésta puede ser muy compleja, directa o indirecta. Sin embargo, esta relación suele ocultarse por que la ciencia es exitosa en sus predicciones y aplicaciones, pareciendo que nos muestra la estructura misma o esencia de la naturaleza.

El hecho de que la ciencia esté ligada con valores sociales pone sobre la mesa su dimensión política. La ciencia no es neutral en su contenido, sino que simboliza y significa un conjunto de valores y propósitos humanos, aunque este conjunto no sea único ni perfectamente definido. En la historia de la ciencia han existido conceptos que son afines con proyectos sociales, aunque su relación sea ambigua.

Es posible que, en el ejemplo de los organismos transgénicos, el conjunto de valores y metas asociados con los resultados de ambos lados del debate sean elementos que influyen en que cada grupo de científicos establezca sus resultados como evidencia válida y definitiva. Es decir, que considerar esta dimensión inherentemente social de la ciencia puede ayudar a clarificar por qué los resultados son antagónicos y sin una aparente medida común de comparación.

Por ejemplo, creer que para curar el hambre del mundo es necesario producir maíz que combate las plagas es ignorar que buena parte de ese maíz se usa para alimentar ganado o para obtener productos que disminuyen los costos de producción de otros como el jarabe de maíz de alta fructosa, el sorbitol (E420) o el caramelo (E150) y que por lo tanto hay intereses económicos implícitos. También está la creencia implícita de que el mecanismo de distribución de los bienes de consumo es el del precio y no el de la equidad (las semillas son de quien las compra). Pero puede haber otros valores implícitos de manera más sutil, por ejemplo, el valor del reduccionismo; pensar que la ciencia de la comida se reduce a la ciencia de los nutrientes como unidades básicas que constituyen nuestra comida y no como organismos integrales que dependen de otras relaciones para cumplir sus funciones.

En conclusión, la cuestión sobre los organismos genéticamente modificados no es meramente de hechos, no en el sentido clásico. No se trata de que uno de los grupos tenga mejor acceso a los hechos que el otro, sino que éstos están establecidos en función de diferentes fines. Así, la cuestión no es incontrovertible, no se puede hablar de hechos en sí mismos, pues los hechos científicos dependen de los valores que están en juego en cada investigación. No existe una diferencia tajante entre lo que la ciencia es y para lo que la usamos. Por tanto, explorar sobre tales valores en uno y otro caso es un trabajo de la filosofía o la sociología de la ciencia que puede ayudar a dar luz en los momentos en que este debate llega a callejones sin salida, pues la práctica científica, por rigurosa que sea, sólo puede ser articulada o desarticulada dentro de una política cultural específica.

*Profesora e investigadora de la Universidad de Guadalajara.

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